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Lo que aprendí del Pochito

Aprendí que muchas veces no apreciamos lo que tenemos hasta que nos hace falta, como la salud, nuestros seres queridos y nuestro frágil medio ambiente. Aprendí de un ser evolucionado que siempre veía la vida como un vaso medio lleno y no medio vacío; jamas oí de él palabras groseras de gente no agradable en la vida nacional que al oír sus mentiras causan desagrado.

Por Arnoldo Villafuerte
Empresario

José Roberto Suárez Hurtado nació en San Salvador el 27 de marzo de 1954, proveniente de una familia de honorables profesionales. Su padre, el Ing. René Suárez Contreras, dejó su marca en la construcción de innumerable número de edificios, casas y proyectos importantes en todo el país, y su tío, Edgardo, fue Presidente del Banco Central de Reserva y ferro amante de la bellas artes.


El origen del sobrenombre “Los Pochos Suárez” origina de la costumbre de los salvadoreños de poner apodos, especialmente en las escuelas. El hermano mayor de los cuatro hermanos de la respetable familia Suárez Hurtado, René hijo, dicen que era gordito de niño y sus compañeros del Externado San José le ponen el sobre nombre “Pocho”, por un carácter de los pasquines de aquel tiempo, y al menor, el Arquitecto. le queda para siempre “El Pocho Suárez”.
Los que conocimos al Pochito lo apreciábamos por su sencillez, su espiritualidad y su forma filosófica de ver la vida y su amabilidad a los demás. Fue un incansable voz para salvar el mar, la frágil ecología del país y se dedicó a la investigación de la descuidada arqueología marina, publicando varios libros en ese esfuerzo. Era un soñador, un idealista pero con los pies en la tierra, un espíritu evolucionado que hizo mucho para mejorar el país.


Después del bachillerato del Externado pasa a los estudios de arquitectura de la prestigiosa University of Southern California (USC), concentrándose en la parte de diseño, en la cual excedió y fue altamente cotizado por la calidad y buen gusto de sus diseños.

Aprendí muchas cosas en tardes de café con él, en las cuales hablábamos de tantas cosas que nos unían en la vida: nuestro aprecio por la naturaleza, el amor al arte, la literatura y lo bello de las cosas sencillas de la vida como son los amaneceres únicos de nuestra tierra y los amigos.


Cuando me remozó “El Cipitío” —un rancho de palma en mi casa en forma del sombrero icónico de la leyenda, mi refugio de la vida, mi “Man Cave” de vinos y libros,—me decía apuntando a las palmas: “Arnie, mira el arte que hacen estos chamacos de la costa, tejiendo palma en forma uniforme y bella. Pocos aprecian ese arte y su talento”. Y al pensar en sus palabras me di cuenta de que tenia razón: cortar ese material natural que en un tiempo estuvo vivo, el que nos protege del calor, del sol y del agua es simbólico de la importancia de proteger nuestros bosques, sembrar un árbol el que genera oxígeno y absorbe el dañino dióxido de carbono. Si cada persona adulta sembrara un árbol por año, El Salvador estuviera reforestado en una generación, sin preocupaciones de falta o exceso de agua.

Aprendí que muchas veces no apreciamos lo que tenemos hasta que nos hace falta, como la salud, nuestros seres queridos y nuestro frágil medio ambiente. Aprendí de un ser evolucionado que siempre veía la vida como un vaso medio lleno y no medio vacío; jamas oí de él palabras groseras de gente no agradable en la vida nacional que al oír sus mentiras causan desagrado. El Pochito veía nuestro proceso actual como parte natural de llegar a lo “bueno” que hablaba Platón hace 2500 años.

Aprendí a ver lo positivo de la vida aún en los tiempos de dolor, sufrimiento y angustia que nos pasa a todos, indistinto a clase social y edad cuando me mandó sus últimos mensajes a mi teléfono en su lecho de enfermo: “Me siento abrazado y abrigado por Dios, me conforta su presencia”.


Descansa en paz Pochito… estás ya abrazado por el Señor.

Empresario.

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