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El holandés errante

La leyenda del “holandés errante” fue tomada de la historia de un buque que tuvo un brote de fiebre amarilla y, por ello, no le permitieron atracar en ningún puerto hasta que toda su tripulación murió.

Por Maximiliano Mojica
Abogado, máster en leyes

La leyenda del “holandés errante, en esencia, se refiere a un barco fantasma que, sin tripulación a la vista, navegaba por la mar oceánica, llenando de pánico a los marinos que tenían la desdicha de cruzarse en su camino. La parte que no es muy conocida de la leyenda, es como esta se encuentra relacionada con una enfermedad que durante siglos fue el azote de América y África Ecuatorial: la fiebre amarilla.


Durante siglos, la fiebre amarilla mantuvo aterrorizados a los marineros: un solo caso dentro del barco podría significar la muerte de toda la tripulación. La epidemia de fiebre amarilla en la ciudad de Filadelfia en 1793 fue tan feroz como un ataque de peste bubónica y acabó con la supremacía de la ciudad entre las restantes de Norteamérica. Casi un siglo después, en 1878, y a pesar de los avances de la medicina, la misma peste atacó esta vez a la ciudad de Menphis, Tennessee, causando más de cinco mil muertos y generando pérdidas materiales que, aún en aquella lejana época, se elevaron a cien millones de dólares oro.


El primer brote registrado fue en la Isla de Barbados en 1647, de ahí paso al resto del Caribe y Centroamérica. La enfermedad era tan mortal que incluso detuvo generales competentes y a ejércitos invencibles de Europa. En 1801, Napoleón, interesado en llevarse una tajada del Nuevo Mundo, envió veinticinco mil hombres, fuertemente apertrechados al mando de su cuñado General Leclerc. La expedición debía desembarcar en Haití para sofocar la insurrección de los esclavos iniciada por el haitiano Toussaint L’Overture y una vez cumplida esa misión, el ejercito tendría por objetivo tomar la ciudad de Nuevo Orleans y ocupar toda Luisiana.


La enfermedad atacó las curtidas tropas militares francesas con una fuerza superior a cualquier ejército enemigo. Los soldados franceses murieron por millares, incluido su general, el impacto de la mortandad entre las tropas contribuyó de forma decisiva al triunfo de la rebelión esclava. Haití logró su independencia de Francia y Napoleón, profundamente desilusionado con su aventura americana, decidió vender todo el territorio de Luisiana a la recién formada nación norteamericana.


Pero los franceses continuaban tropezando con la enfermedad. Cuando iniciaron la construcción del canal de Panamá, monumental obra dirigida por brillante e incansable Ferdinand de Lesseps, quien fuera el constructor de otra obra magnífica que brindó incontables beneficios a la Humanidad: el Canal de Suez. Mientras duró la construcción francesa, de 1880 a 1889, la mortandad entre la mano de obra negra, china y blanca ascendió a veintidós mil personas, es decir, casi siete fallecimientos por día, lo cual, de nuevo, llevó a los franceses a desistir de esa mega obra y venderla a los estadounidenses por cuarenta millones de dólares.


De la misma forma en que se pensaba respecto a la malaria y el paludismo, se pensaba que la fiebre amarilla provenía del llamado “miasma”, un mal aire que emanaba de pantanos, marismas y en general, basura, suciedad y cuerpos enfermos. Par protegerse de ellos, los hombres del Medioevo se ponían máscaras en forma de cuervo con perfumes que neutralizaran el miasma. Cualquiera que haya visto una película cuya trama implique pestes o enfermedades medievales habrá podido ver a los médicos vestidos con trajes con apariencia de cuervos oscuros, que causaba que, si no te morías de la enfermedad, te morías del susto.


Paradójicamente, los médicos y los gobiernos a hasta inicios del Siglo XIX continuaban sosteniendo la tesis de que era el “mal aire” era el que transmitía la fiebre amarilla; ello, a pesar de que en una fecha tan temprana como 1848, el doctor Josiah Clark Nott había desarrollado la tesis de que era el zancudo el que transmitía la enfermedad… la cual fue inmediatamente desechada por la comunidad médica como “una idea ridícula”. No fue sino hasta la primera década de 1900 que el ilustre médico militar, William Crawford Gorgas, pudo aislar el virus y determinar que el transmisor era el mosquito del genero Aedes Aegypti. Medidas tan sencillas como evitar receptores de agua (en esa época se ponían recipientes de agua en las patas de las camas de los hospitales para evitar que se “subieran las hormigas”), tapar pilas y poner mallas en las ventanas, acabaron salvando miles de vidas en las extensas áreas a donde el mosquito hacía de las suyas.


La leyenda del “holandés errante” fue tomada de la historia de un buque que tuvo un brote de fiebre amarilla y, por ello, no le permitieron atracar en ningún puerto hasta que toda su tripulación murió. Hoy por hoy, la humanidad todavía vaga por el mundo como ese barco, esperando ansiosamente que la ciencia descubra la cura de otros males que nos atormentan: cáncer, sida, demencia, Alzhéimer, Párkinson…no dudo que pronto la ciencia vendrá a nuestro rescate.

Abogado, Máster en leyes@MaxMojica

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