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La lección del Mariscal Tukhachevsky 

Por Manuel Hinds
Máster Economía Northwestern

En la penúltima semana de noviembre del año pasado, Cyrus Vance Jr, el Fiscal del Distrito de Manhattan, anunció que dos personas, Muhammad A. Aziz y Khalil Islam, que habían sido condenados a prisión perpetua y servido 20 años de ellas por el asesinato del líder Malcolm X en 1965, eran inocentes. El Sr. Islam, que fue liberado en 1987, murió en 2009. El Sr. Aziz, que fue liberado en 1985, tiene 86 años. Los dos tenían 30 cuando fueron apresados. Ambos perdieron sus familias, sus hijos crecieron con el estigma de ser hijos de asesinos; vivieron la mayor parte de sus vidas o en prisión o en el ostracismo social causado por un crimen que no cometieron. La aclaración del Fiscal Vance ha devuelto el nombre a dos familias, pero dos que fueron destruidas hace ya mucho tiempo, hace 56 años cuando los metieron presos, hace 36 años cuando los injustamente condenados salieron de la cárcel a una vida de vergüenza en la sociedad. Es devastador pensar que ya no se puede hacer nada para restituir lo peor que perdieron las dos víctimas de la injusticia, sus propias vidas y las de sus seres queridos. Hace sentir que lo que más valor tiene en la vida es el tiempo, la vida misma.

En una sociedad normal, un caso como este hace redoblar los esfuerzos para que errores como estos no se vuelvan a cometer, para minimizar la posibilidad de que gente inocente pague por crímenes que no ha cometido. Esta posibilidad probablemente no puede evitarse del todo, pero la mejor manera de minimizarla es regirse por debidos procesos que aseguren que los pasos que llevan a la condena o a la absolución sean tomados con total sujeción a los hechos, sin prejuicios, en un orden preestablecido y con formalidades que den la oportunidad a que la justicia prevalezca.

Sólo en sociedades todavía salvajes y dominadas por el odio los ciudadanos prefieren lo opuesto al debido proceso, los linchamientos, en los que las probabilidades de infligir daños irreparables a los acusados y de dejar libres a los verdaderos culpables se maximizan. Este es, desafortunadamente, el caso de El Salvador, en el que la tendencia no es hacia establecer el debido proceso, en el que se habían hecho avances muy importantes, sino a sustituirlo por linchamientos movidos por resentimientos políticos y de toda índole.

En este momento, hay varias personas encarceladas en maneras en las que sus derechos más fundamentales están siendo violados, sujetos a acusaciones que son claramente sólo excusas para hacerlos sufrir humillaciones y vejaciones solamente por razones políticas. Y la gente sigue apoyando a los que hacen estas injusticias porque satisfacen sus odios y sus prejuicios. Esta es una violación de los fundamentos más esenciales de la moralidad, cometida no solo por los que hacen estas injusticias sino por todos los que las ven y legitiman que se hagan, algunos por no decir nada, porque no les importa; otros por apoyar que se hagan, porque, en su cinismo, están dispuestos a creer que todo el mundo es culpable sin tener que investigar, que en el fondo es una manifestación de lo que antes se describía con un dicho, el ladrón juzga por su condición.

Por supuesto, hay mucha gente que no puede hacer nada para evitar que esto pase, pero hay muchos que sí podrían hacer y no hacen nada, especialmente la gente que está en los niveles altos del gobierno. No hacen nada porque piensan que esos juicios-circo nunca se los harán a ellos. Pero en realidad es a ellos que la tendencia natural de esos juicios lleva. Los juicios de este tipo fueron inventados por Stalin en la Unión Soviética con los mismos propósitos que para los que son usados en todas las tiranías, entre otros, para destruir a cualquiera que pueda contradecir al tirano, para distraer la atención de problemas que el tirano pueda tener y para echarle la culpa a alguien por los errores de éste. Así, en la Unión Soviética, Stalin los usó para eliminar a todos los que le podían hacer sombra dentro y fuera de su propio gobierno, para distraer la atención de la pobreza que aquejaba al país en los Años Treinta, y de una manera muy especial, para tirar a los leones a cualquiera de sus ministros para echarle la culpa de los problemas que él mismo había causado. Con el tiempo, como pasa en todas las tiranías, el rango de los funcionarios acusados de adentro del gobierno iba subiendo porque a los opositores siempre se los acaban rápido, como aquí, y los que quedan para el circo, que se vuelve indispensable, son los altos del gobierno, que llenan todos los requisitos enumerados arriba —especialmente para echarles las culpas. Además, son los que tienen más rivales dispuestos a acusarlos.

El Mariscal Tukhachevsky, uno de los más altos oficiales en el ejército soviético, dirigiéndose a los magistrados militares que lo habían condenado a muerte en uno de esos juicios falsos a altos funcionarios, les dijo: “Ver todo esto y quedarse callados es un crimen. Y por todos estos años, lo hemos visto pasar y nos hemos quedado callados. Y por eso, tanto ustedes como yo merecemos que nos fusilen”. Los jueces que lo habían condenado tuvieron una oportunidad inmediata de comprobar que el mariscal tenía razón. Cuando se dieron la vuelta para salir del cuarto, los estaban esperando para capturarlos y al día siguiente los condenaron a muerte, acusados de otros o los mismos delitos por los cuales ellos lo habían condenado a él.

Máster en Economía

Northwestern University

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Balances Políticos El Salvador Opinión

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