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Helga

Quisiera ofrecer soluciones y consuelo a todas esas familias que han sufrido una pérdida por suicidio (conocido y no conocido), pero no puedo ofrecer mucho. El suicidio abruma. Lo único que puedo hacer es invitarnos a todos, como sociedad, a ser empáticos, a tratar de entender el sufrimiento de los demás, a pensar dos veces antes de destruir a alguien con palabras, a animar a las personas deprimidas a buscar ayuda. Sobre todo, a que perdonemos a los que están más cercanos a nosotros.

Por Carmen Maron
Educadora

     Cuando era niña, mis padres se aseguraron de que tuviera una pequeña biblioteca. Entre los libros había unos rojos, con palomas en el frente, que se llamaban “El Libro de Oro de los Niños”. En cada volumen había un apartado para fábulas, historia, poesía y uno de religión que se llamaba “El Cielo Mira a los Hombres”. Allí fue donde leí por primera vez la historia de Jesús.    Una tarde de octubre, cuando tenía cinco años, leía la Crucifixión. Me llamó la atención que decía que Judas se había quitado la vida después de entregar a Jesús. Fui corriendo donde mi abuela y le pregunte por qué sucedió eso. Mi abuela estaba enfrascada en terminar uno de los (muchos) vestidos que creaba su aguja mágica para mí, así que sólo me dijo: “Es que no soportó su remordimiento y se suicidó”.

    Me quedé pensando un rato.

   ¿Entonces uno se puede ir al cielo suicidándose como Judas si está arrepentido?

   Se armó un gran revolú en la casa por esta confusión doctrinal. Y no era para menos. Papá era (en ese tiempo) ateo, mamá no era practicante, mis tíos, menos. Así que mi abuela me llevó donde el párroco de la que siempre ha sido mi parroquia. Y allí, el sacerdote me sentó y me explicó:

—Hija, no te vas al cielo quitándote la vida.

—Pero dice que Judas estaba arrepentido y se mató...

  El sacerdote fue sabio. Me dio una palmadita en la espalda  “La vida es de Dios. Él la da y Él la quita. Él te va a llevar al cielo cuando quiera. Tú arrepiéntete cada vez que peques”. Después comprendí que Judas tuvo remordimiento, pero no el arrepentimiento sincero que Dios perdona. Por eso no soportó el peso de la culpa.

     A los treinta y cuatro años conocí a Helga en el trabajo. Nos hicimos amigas.  Era brillante; había roto el círculo de pobreza al ser, no sólo la única en su familia en  graduarse de la universidad, sino en estudiar en el extranjero con una beca. Era guapa, hablaba tres idiomas y salía todos los fines de semana con un grupo de amigos divertidos, por lo que nunca logramos salir juntas. Yo admiraba cómo se vestía, con pantalones negros flojos y bufandas de colores,  y la seguridad con la que se manejaba.

     Una tarde me contó que su novio, un extranjero, ex compañero de beca, venía a conocer a su familia para Navidad. Así que el primer día de regreso le pregunté acerca de la “presentación en sociedad” y sólo me dijo “bien”. Pensé qué estaba cansada, así que tomé mis cosas y me fui. Me quedé hablando afuera de todo y de nada, con otra persona, y de reojo vi a Helga salir. Me pareció que iba llorando y pensé en alcanzarla, pero luego consideré que total había sido un tanto odiosilla. Además, Helga era siempre tan positiva.

    A la mañana siguiente me enteré de que Helga se había suicidado. No supimos muchos detalles. No se dijo mucho en la prensa por solicitud de la familia y no se sabía nada en el trabajo. No supe siquiera dónde la velaron.

    Por meses me pregunté si las cosas hubieran sido distintas si me hubiera dado la vuelta. ¿Me hubiera dicho algo? ¿Pudiera haberla disuadido? Me costó mucho, mucho quitarme el enorme peso de culpabilidad de encima. Pero a los treinta años, uno sigue adelante. Y terminé creyendo lo que todos me decían: que yo no hubiera podido hacer nada.

   Años después estaba trabajando en otra institución. Hablando de la depresión, comenté la historia de Helga, sin mencionar su nombre ni dónde la había conocido.  Para mi sorpresa,  un compañero mío se puso pálido, pálido. Como este país es especialista en los tres grados de separación, él habÍa sido amigo de Helga y fue a él que Helga le había escrito,  aquel día hace ya casi una década. Él tomó su carro y la fué a buscar.  “Estaba tan seguro que simplemente estaba siendo dramática...”, me dijo.

—¿Dramática? Helga no era dramática

—No la conocía. Helga estaba profundamente deprimida. Su familia era extremadamente conservadora y violenta.  Tenía que cambiarse para ir a trabajar, porque no la dejaban usar pantalones ni maquillaje. No la dejaban salir con amigos. Cuando se quiso ir a vivir sola, la madre fingió un infarto. Se quiso ir donde su novio ese diciembre...”

—Pérese. ¿Ir a ver al novio? ¿No que él venía?

—¿Y a dónde? ¿A la casa de los papás? Ella se iba para no volver. Le ayudamos a comprar el boleto. Una amiga se lo guardó para que no se lo rompieran. Pero alguien le sopló al hermano y  le pegaron una paliza tal que no pudo salir de la casa quince días. No quería regresar a su casa y tenía un delirio de persecusión tremendo. Nunca entró a su casa, quedó muerta en el carro.

   No lo podía creer. Helga. Helga con sus pantalones negros y sus bufandas. Helga riéndose con una taza de café en la mano. Helga viviendo una mentira sin que yo me diera cuenta. En ese momento me pregunté si Helga, como yo de niña con mi lógica fallida, simplemente decidió arrepentirse e irse a un lugar mejor porque no veía salida.

     En estos días que han habido tantos suicidios en el país, incluso de niños, he recordado tanto a Helga. Hablar del suicidio en nuestra sociedad es un tema tabú y la gente juzga y critica, pero no se detiene a pensar que ha de ser algo horrible llegar al punto de quitarse su propia vida. Va en contra de todo sentido humano de supervivencia.  El sufrimiento moral y físico que lleva a la gente a hacerlo me es imposible de comprender.

    Quisiera ofrecer soluciones y consuelo a todas esas familias que han sufrido una pérdida por suicidio (conocido y no conocido), pero no puedo ofrecer mucho. El suicidio abruma. Lo único que puedo hacer es invitarnos a todos, como sociedad, a ser empáticos, a tratar de entender el sufrimiento de los demás, a pensar dos veces antes de destruir a alguien con palabras, a animar a las personas deprimidas a buscar ayuda. Sobre todo, a que perdonemos a los que están más cercanos a nosotros. Más de un suicidio ha ocurrido porque la familia cerró su corazón a la oveja perdida. Sobre todo, nunca tomemos los pensamientos de suicidio de alguien con burla. No sabemos cómo es su vida realmente y las tristezas y dolores que su corazón esconde.

Educadora.

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Opinión Suicidio

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