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La cena de Navidad del pastor (1919-1943)

Cuando a un país lo divide el odio y el fanatismo, como era en el tiempo de Martínez, un acto de bondad y misericordia, como el del pastor, es verdaderamente heroico. Y eso fue lo que nos vino a enseñar Jesús, el único motivo para la Navidad.

Por Carmen Maron
Educadora

Mi bisabuela era una mujer imponente y muy adelantada a su tiempo. Cuándo se quedó viuda, ella misma se encargó de la finca de café de bajío heredada por su marido. Cuenta la leyenda que durante la cosecha, ella misma se sentaba en una mecedora, fumándose un puro indio, mientras veía con ojos de águila que el capataz no le hiciera trampa a sus cortadores. Le molestaba que los barcos que alquilaba para enviar su café a Italia vinieran vacíos, pues era un desperdicio de recursos, así que creó un lucrativo negocio con la importación de nichos e imágenes para las tumbas de los más pudientes. Muchos de los mausoleos del Cementerio de los Ilustres, los trajo mi bisabuela. Este mórbido negocio, más el café, le permitió una vida holgada y construirse una casa Belga en el Barrio Candelaria, aunque nunca fue aceptada del todo por no cumplir con las normas sociales.


En esos años, las denominaciones protestantes históricas comenzaban a entrar a un país y un día, la sociedad salvadoreña se despertó al escándalo que mi bisabuela había alquilado una casa en el Barrio Candelaria para que viviera un pastor protestante y tuviera allí una Iglesia. No sé hizo esperar la reacción de los católicos de los alrededores.

Dos noches después, atacaron la iglesia protestante con piedras y le quebraron a mi abuela las ventanas. Mi abuela estaba lívida y tuvo una charla con el párroco de la Iglesia de Candelaria que puso en riesgo su alma inmortal. Yo creo que más que el ataque al culto, lo que la sacó de quicio eran las ventanas. Así que, al regresar a la casa, mandó a que su hombre de confianza le trajera un pintor de mala muerte y ordenó una pintura exprés de la Divina Providencia SIN aureolas. “Para mañana”. Una vez tuvo el cuadro,se lo llevó al pastor y le ordenó ponerlo en la puerta de la Iglesia. Total, le dijo, sin aureolas no había idolatría. Cuando de nuevo llegaron los feligreses, mi abuela ya estaba avisada, parada en la puerta y les preguntó si le iban a tirar piedras a la Divina Providencia. Se retiraron.

Como decía, mi abuela no era socialmente aceptada, así que casar a sus hijas era un reto, a pesar de la buena dote. Dos se casaron con extranjeros, pero quedaba mi abuela, una joven guapa y devota-”pudorosa”, como me predicaba en mi niñez. Así que cuando un joven sargento graduado de la escuela politécnica como ingeniero, pidió la mano de mi abuela, no dudó en dársela, junto con la casa de Candelaria, a pesar que el había nacido en Usulután y había “mejorado” entrando al ejercito. El matrimonio tuvo cuatro hijos y, nueve años después del último hijo, vino mi mamá, la única hija.


Mi abuelo subió en rango, fue decano universitario, fundador del Ateneo Salvadoreño, y Ministro de Obras Públicas bajo Hernández Martínez. Mi abuela se acostumbró a dar Cenas de Estado en nombre del Presidente, quien era teósofo y no las hacía en su casa. Llegaba la vajilla presidencial pintada en oro y, luego, al día siguiente llegaban los soldados a contar las cucharas de oro. Al General no le gustaban los ladrones y DE VERDAD no dudaba en meter en la cárcel a quienes robaban.

Pero mi abuelo era también, según descubrimos años más tarde, el enemigo #36 del General, y uno de los pocos militares en su gabinete. No siempre estaba de acuerdo con lo que ocurría, pero era, al fin militar. Sin embargo cuándo el General comenzó a fusilar a oficiales opositores, mi abuelo se enfrentó a su consciencia, y a la cruda realidad que el podía ser el próximo. Así que, en octubre de 1943, le entregó su arma y dimitió
“Yo confío en usted, Coronel”, le dijo Martínez. “Sólo asegúrese de no aparecerse en San Salvador por un año. Váyase a sus tierras”, exilio interno.


Y lo hizo. Algunos amigos leales le compraron su cosecha de caña y de algodón y la revendieron. Pero la cosecha de 1943 fue desastrosa financieramente para la familia, pues no se vendió el café. El dinero del algodón y la caña no dio para barcos. La cosecha se vendió con pérdida y se pagó lo que se tenía que pagar.


Mi mamá, de entonces tres añitos, estaba emocionada con la Navidad. Pero nadie le compró el café a mi abuela. El 24 de diciembre en la mañana mi mamá se despertó sólo para darse cuenta que no había nada-ni estreno, ni tamales, ni nada. Sólo mi abuela, llorando en el enorme comedor dónde se habían servido tantos banquetes.

Pero, ¿se acuerdan de la iglesia protestante y el cuadro? Bueno, mi abuela sabía que era peligrosísimo, además de un desastre social, admitir que en Navidad no tenían nada, aún a sus propios hermanos . Sin embargo, una de las empleadas se lo contó a el nuevo pastor, un norteamericano bonachón. Ella era del tiempo del famoso cuadro. Esa tarde, el auto del pastor se parqueó frente a la puerta de mi abuela con una cesta. La fiesta que contenía era culturalmente opuesta a la que mi abuela estaba acostumbrada: había jamón, un poco de pavo, un pastel de manzana, y dulces norteamericanos. Pero había regalos para mi mamá y los dos hijos que estaban en el país (dos estudiaban fuera). Literalmente, mi abuela fue auxiliada por la Divina Providencia. Y mi mamá tuvo su Navidad.


Mi abuelo no cumplió el año de exilio. El 9 de mayo de 1944, Maximiliano Hernández Martínez fue derrocado por una huelga de brazos caídos. Mi abuelo regresó a San Salvador, se dedicó a la docencia, a su amado Ateneo y a sus tierras. Años después conocí al nieto del pastor, quien me confirmo que su familia aún tenía el cuadro.

Nosotros, muchas veces, somos quienes limitamos la bondad de la cual es capaz el corazón humano. Cuando a un país lo divide el odio y el fanatismo, como era en el tiempo de Martínez, un acto de bondad y misericordia, como el del pastor, es verdaderamente heroico. Y eso fue lo que nos vino a enseñar Jesús, el único motivo para la Navidad.


¡Una Felíz y Santa Navidad para todos, y que Dios nos permita cambiar esta sociedad a través de actos heroicos de amor y justicia!

** En memoria de mi tío Enrique Alfaro, quien acompañó a mi abuelo la noche que entregó su arma, y con gratitud a mi primo Enrique Alfaro Pineda, quien ha recopilado el árbol familiar de mi abuelo materno.


Educadora.

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