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Viaje hacia la civilización solar

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Por Carlos Balaguer |

Mandares conocía las lenguas extrañas del arenal y comprendió que, en efecto, la sombra que cubría la llanura era su propia sombra. Así, gigantesco y colosal, el príncipe errante avanzó hacia la costa del oscuro mar que se abría ante sí. Parte del anchuroso océano se ensombreció con su silueta. Allá en lo profundo del horizonte estaría la Isla de los Hombres del Sol. De esa manera la sombra del monte y del hombre llegaron hasta las calcinadas playas. El hondo cantar de las ballenas inundaba el aire y las distancias. Los gigantes no estaban. O quizá nunca estuvieron. Todo era parte de una inmensa leyenda convertida en vida y en destino. Dicen que Mandares se fue en una embarcación, buscando el mitológico archipiélago de la última civilización solar. Su misión era entregar las cartas de un perdido reino y la profecía de la esfinge. Los gigantes ya no estaban. Seguramente habrían desaparecido o se los habría tragado el océano como a toda ficción. Mandares comprendió que la única sombra gigantesca ante sus ojos era la de sí mismo, la de su propio recuerdo. “Tu alma es libre como el albatros en eterno vuelo -dijo el mar. Síguelo. El mismo que guía y orienta tu destino de hombre e ilusión. La perversa esfinge del pasado eras tú. Pronunciando los enigmas fatales al destino o a los ignorantes de sí mismos, de su interior grandeza o de su felicidad. (XCVIII) <de “La Esfinge Desnuda” -C.B.>

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