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El aplauso

¿Uds. notaron la histérica alegría que se reflejaba en los rostros de los presentes, en esa reunión cuando se anunciaron otros cinco años de gobierno? ¿Vieron cómo aplaudían? Lo hacían como si la vida se le fuera en ello. Leyendo la obra “Archipiélago Gulag” de Alexander Solzhenitsin, de donde extraje este fragmento de historia, me pareció ridículamente tropical y familiar, con lo que concluí que la historia es trágicamente circular. Seguramente, en algunas décadas, las futuras generaciones se maravillarán de las peripecias que vivimos en los tiempos actuales.

Por Maximiliano Mojica
Abogado, máster en leyes

Uno de los problemas de los que conocemos de historia, es que estamos condenados a ver como las sociedades insisten en repetirlas. Ese es el caso el aplauso que recibió Stalin en 1937, durante una reunión del Partido Comunista en uno de los distritos de Moscú. El secretario local del partido pidió a los asistentes, antes de dar por cerrada la sesión, un aplauso para el camarada Stalin… pero al solicitar esa ovación, no tenía idea de lo que se le venía. 

La idea era simple: “hacer méritos” ante el líder. Por supuesto, siendo como era la época de las purgas -una condición jurídica para los ciudadanos similar a la del régimen de excepción-, todas las personas presentes se pusieron inmediatamente de pie y comenzaron a ovacionar a quien en aquellos momentos dirigía con sanguinaria mano de hierro, no sólo al partido, sino a la nación entera.

Pasó un minuto y los aplausos entusiastas continuaban. Pasaron dos minutos. Pasaron tres. Ignoro si Uds., amables lectores, alguna vez has tratado de aplaudir más de tres minutos, si lo han hecho -más si es por obligación- entenderán que los brazos se cansan y ya no responden. En condiciones normales, seguramente no lo harían, pero cuando sus personas, familias y haciendas dependen de adular al líder, probablemente se echen el chivazo de aplaudir hasta que les ardan las manos.

Pues bien, en aquella dulce velada, la verdad es que nadie quería ser el primero en dejar de aplaudir. Así que pasaron cuatro, cinco minutos. Lo normal es que hubiera sido el propio secretario local del partido quien diera la señal para interrumpir la ovación, dejando él mismo de aplaudir. Al fin y al cabo, era él el que había solicitado aquel homenaje al dictador. Pero el pobre hombre acababa de sustituir a otro secretario anterior, que había sido arrestado por la policía política de Stalin, así que no se atrevía a parar al ver que los demás continuaban aplaudiendo con fervor.

En tiempos de dictadura debemos de entender que quien se cansa de alabar pierde. “Las condiciones de vida han mejorado gracias al camarada Stalin”. “La producción de este quinquenio es superior gracias a la inmejorable visión de nuestro supremo líder”. “La economía de El Salvador –perdón- Rusia, nunca pudo estar mejor, gracias al sublime empujo de nuestro inefable Líder”.   

Pasaron seis, siete, ocho minutos. El tiempo se hacía verdaderamente eterno y la gente no es que no sintiera los brazos: es que el dolor era auténticamente insufrible. Nueve, diez minutos de aplausos. Todos se miraban unos a otros, deseando que alguien pusiera fin a aquella situación ridícula y agotadora, pero sin que nadie se atreviera a dar el primer paso.

Al cumplirse los once minutos, cuando todos estaban al borde del colapso, por fin el director de una de las fábricas del distrito, que formaba parte del comité local del partido, dejó de aplaudir y se sentó. Los aplausos cesaron inmediatamente en la sala como por arte de magia. Una vez que alguien se había atrevido a hacer lo que todos estaban deseando, los asistentes emitieron un suspiro de alivio y ocuparon sus asientos, con lo que la asamblea local del partido se pudo dar oficialmente por cerrada.

Aquella misma noche, ese director de fábrica fue arrestado por la KGB y condenado a diez años de prisión en los campos de concentración del Gulag soviético. Uno de sus captores, al acabar el interrogatorio, se dirigió al pobre hombre y le dijo con toda franqueza: “nunca seas el primero en dejar de aplaudir”.

¿Uds. notaron la histérica alegría que se reflejaba en los rostros de los presentes, en esa reunión cuando se anunciaron otros cinco años de gobierno? ¿Vieron cómo aplaudían? Lo hacían como si la vida se le fuera en ello. Leyendo la obra “Archipiélago Gulag” de Alexander Solzhenitsin, de donde extraje este fragmento de historia, me pareció ridículamente tropical y familiar, con lo que concluí que la historia es trágicamente circular. Seguramente, en algunas décadas, las futuras generaciones se maravillarán de las peripecias que vivimos en los tiempos actuales.

¡Ah! Pero por si aún no se los he deseado: ¡feliz y venturoso 2024! Lo bueno de conocer de historia, es que a uno nada le sorprende, al fin de cuentas, todo se repite. Del año próximo en adelante, será como ver un refrito de una mala novela Latinoamericana.

Abogado, Master en leyes/@MaxMojica

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