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El típico alcohólico

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Por José María Sifontes
Médico siquiatra

En un cartel de principios de los noventa del pasado siglo, creado por el Instituto Nacional de Alcohol y Alcoholismo (NIAAA, por sus siglas en inglés) de los Estados Unidos se leía: El típico alcohólico americano. Abajo había una serie de fotografías: un médico, con su gabacha y estetoscopio; un trabajador de la construcción, una azafata, un ejecutivo, un sacerdote, y otros. El mensaje era claro, indicaba que cualquiera puede padecer de alcoholismo, y que la enfermedad no distingue entre estatus académico, nivel social ni género. La enfermedad es bastante democrática en ese sentido.

Durante mucho tiempo se pensó que la condición era una debilidad moral, una mala costumbre o un vicio, pero ya desde finales del siglo XVIII, el doctor Benjamín Rush, médico psiquiatra y firmante de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, estudió a profundidad las características de los afectados y propuso considerarla una enfermedad.

La propuesta no pudo ser más acertada, y es que el alcoholismo, como toda enfermedad, tiene factores causales y de riesgo, tiene una evolución (con síntomas similares entre los afectados), tiene un pronóstico y complicaciones comunes. El alcoholismo tiene diversos síntomas, algunos físicos, otros conductuales. Uno muy importante y del que nos ocuparemos en este artículo es la dependencia física. El cerebro humano pesa unas tres libras y equivale a un 3 por ciento del peso de una persona. Este órgano relativamente pequeño consume una tercera parte del oxígeno que respiramos y una cuarta parte de la energía que extraemos de los carbohidratos (azúcares). Y no sólo eso, el cerebro sólo consume glucosa, el azúcar más fina. Otros órganos pueden consumir distintos tipos de azúcares, como fructosa, lactosa, etc. El cerebro usa exclusivamente glucosa.

Es como si una persona únicamente consumiera langosta o caviar, y la consumiera en grandes cantidades. Es un órgano muy bien alimentado y muy bien cuidado, el consentido entre todos los órganos. Sólo hay una sustancia que el cerebro puede aprender a usar en lugar de glucosa, y es el alcohol. El alcohol es un azúcar, proviene de la fermentación de frutas o cereales. El cerebro puede aprender a usar el alcohol como fuente de energía, y hasta llegar a preferirlo. Hay ciertos factores genéticos que inducen a esta predilección por el alcohol. Esa neuroadaptación requiere tiempo, pero llega el tiempo en que el cerebro no sólo prefiere el alcohol sino que rechaza su alimento natural, la glucosa.

Lo anterior explica otros síntomas del alcoholismo, como el rechazo a la alimentación normal y la necesidad de mantenerse bebiendo por largos períodos. Cuando la persona ha estado bebiendo por varios días, y por una u otra razón suspende o disminuye el consumo el cerebro reacciona y protesta, protesta a través de síntomas como ansiedad, insomnio, temblor, náuseas y otros. Esta reacción se conoce como síndrome de abstinencia, condición que se da por la falta de alcohol en un cerebro que ya aprendió a usarlo como gasolina.

El síndrome de abstinencia puede tener diferentes niveles de gravedad, desde un cuadro leve hasta uno en el que se produzcan alteraciones físicas y mentales importantes, como ritmo cardíaco acelerado, hipotensión, ansiedad severa y alucinaciones visuales y auditivas. El nivel más grave de síndrome de abstinencia es el Deliriun tremens, que constituye una urgencia médica, con un índice de letalidad del 30 por ciento, aun en los mejores hospitales del mundo.

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