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Mumi

Por Carmen Maron
Educadora

Mamá y yo hemos caminado juntas durante 53 años. Soy privilegiada, y lo sé. No todas las hijas tienen padres longevos. No todas las hijas pueden decir que han vivido una vida entera junto a su madre. De pequeña, le decía Mumi. Ahora que ambas tenemos canas, es mamá.

Sé que, cuando escribo, muchas veces menciono a papá. Como cualquier hija mayor, papá fué el centro de mi niñez. No hubo espacio para que mis hermanas tuvieran Complejo de Electra. Pero mamá era mamá: la que llenaba la casa de música de Debussy, la que me llevó al concierto de Alicia de Larrocha, una pianista española y me empujó a pedirle su autógrafo, la que me metió en todo tipo de clase: desde ballet hasta catecismo, pasando por pintura, canto piano, natación y costura.

Todos los días, al regresar del colegio, tenía que llamarla. A las cuatro, pasaba a recogernos a mis hermanas y a mí. Tenía el don de hacer un viaje al supermercado, aún en los días de racionamiento en la guerra, una experiencia inolvidable. Mamá nunca permitió que las bombas, balas, manifestaciones o berrinches impidieran heredarnos cultura. Como si nada nos llevaba a comprar libros al centro. Una vez, estuvimos dos horas en un almacén porque se desató una balacera. Mamá pidió una silla, se sentó, nos sentó en el suelo, y nos puso a leer.

Cada año, en diciembre, cuando teníamos nuestro concierto navideño, nos llevaban a cenar a un exquisito restaurante de la ciudad, para que aprendiéramos a apreciar la buena comida. Días después, teníamos nuestra fiesta de cumpleaños. Mis padres lucharon por salir adelante durante los años de la guerra, invirtieron en nuestra educación, y eran sobrios en cómo se gastaba el dinero. Tener una fiesta de cumpleaños cada dos meses era un despilfarro para mamá, así que juntaba los cumpleaños de todas en una sola fiesta. La única excepción fueron mis tres y mis quince. Cuando tenía tres, y aún reinaba como hija única, recuerdo que llevó a una señora que tenía unos perritos que saltaban aros. Nunca lo olvidé.

Pero el momento más memorable de mi madre, el momento de su reinado supremo, fue durante la ofensiva al tope de 1989. Pido disculpas por esto que voy a decir a aquellos que la pasaron mal, o perdieron seres queridos en aquel noviembre, pero, encerrados en casa entre balas y bombas, descubrimos que mi mamá era una cocinera magnífica. Como siempre había trabajado, nunca había pasado mucho tiempo en la cocina, a pesar que siempre permitió que nosotras experimentáramos. Forzados a estar en casa, mamá dirigió todas sus energías a preparar platillos de toda índole. Un día era un pastel de manzana, el siguiente un pastel de limón de los limones del limonero del jardín. Todavía no he encontrado uno mejor. Y cuando sonaban las bombas y los cohetes antiaéreos, mamá los contraatacaba con arias de Tosca y de Carmen y una quesadilla recién salida del horno.

He visto llorar a mamá dos veces en mi vida. Su estoicismo, especialmente cuando yo era adolescente, me volvía loca. Una vez, le estaba contando uno de los tantos dramas rosa que uno vive en esos años. Me escuchó, luego me dió un pañuelo de papel, y me dijo que lo resolveríamos mientras me limpiaba la naríz. Eran los años dónde las mamás decidían cómo nos vestíamos y francamente mi vestido de baile de promoción fué horrible (lo siento mamá, no era mi estilo). Sin embargo, mamá se vestía con una elegancia increíble y parecía modelo, a pesar de frugalidad.

Mi adolescencia, sin embargo, no fue tan mala. Nunca me consideré nerd, pero prefería amigos que tuvieran interés en cosas intelectuales y espirituales, así que no fuí una adolescente problemática. Pero mis treinta fueron difíciles. No siempre vimos las cosas con la misma óptica y muchas veces, mamá y yo nos vimos de lejos, desde nuestros diferentes caminos. A mediados de mis cuarenta, las aguas se calmaron y volvimos a caminar juntas. Poco a poco, con la visión que dan los años, pude volver a escenas de mi niñez y entender cuán asustada ella debió haber estado la vez que, camino a clase de piano, vimos como literalmente ametrallaban a alguien. Me dí cuenta con cuánta habilidad manejó la economía doméstica para darnos Navidades espléndidas en tiempos duros. Por sobre todo, me dí cuenta que ella había planificado una vida totalmente distinta a la que vivió, pero que enfrentó cada desafío con gracia y valentía, siendo leal a mi padre siempre, construyendo su matrimonio.

Durante la pandemia, me tocó estar con ellos. Fue (y sigue siendo) un tiempo extraño. Si bien por el rubro de la empresa podía circular, mis hermanas me pedían que les dejara la comida afuera y no los viera. Mamá me dijo claramente: "No. No nos va a dar COVID. Quiero que entres". Con cada alza de casos, me lo repetía. Créanlo o no, nunca les dió, a ninguno de los dos, ni a mi persona, ni a la nana. O, al menos, nunca en prueba. Pero, en medio del miedo y los retenes y las cadenas nacionales, que me hicieron recordar momentos de mi infancia reprimidos por años, me dí cuenta que la música, y los árboles de ciprés llenos de luces, y los libros, y todo aquello que yo recuerdo como maravilloso y mágico, fue en realidad una obra de arte para protegerme del terror de la guerra. Y yo, a mi vez, pude de alguna manera pagárselo, yendo al supermercado a comprarle la última lata de Coca Cola Zero, jugando Salvadoropolis cuando ya no había nada más que hacer, y asegurándome que el súper llegara relativamente bien y hubiera orquídeas en su mesa (la gente me veía con cara de "está loca" cuando con todo mundo echándole Lysol a todo, yo llevaba orquídeas en mi canasta del supermercado). Esta vez, ya no cocinó, pero aprendimos a pedir en casa.

La vida nos cambió después de la pandemia. Literalmente, perdí los últimos años de la vejez de mi padre. Cuando todo terminó, la dinámica familiar nos obligó a todos a cambiar de rol. Pero allí vamos, con mamá, que siempre apoya, que siempre cree con esa su fe ciega, que siempre nos sigue llenando la vida de música y de libros y cosas interesantes. Aunque realmente mi hermana menor es el alma de la casa- la que le cuenta todas las historias habidas y por haber, le "deja" a su perra (a la que secretamente mamá ama y mima más que la dueña misma) y le hace cappuccinos fantásticos- y yo soy la operativa, no hay nada que me dé más felicidad que tomar la mano de mamá. Todas las noches, espero con ansias su llamada de buenas noches. Y muchas veces me siento en mi jardín, le pido a la Alexa (que no logré que mamá aprendiera a usar) que ponga música de Bach y Debussy, y a la María Callas cantando Tosca, y lamento, en lo más profundo de mi corazón, no haber podido tener a alguien que caminara conmigo como yo he podido con ella, para transmitir la magia, la fe y la valentía que ella me heredó.

Mi madre guarda todos mis artículos, por año, en cartapacios. Este es para tí, mamá. Gracias por tanto. Te amo. ¡Feliz Día de la Madre!

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