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Crimen y castigo

En El Salvador hemos visto con preocupación cómo los jueces penales han sido influenciados negativamente -a parte de los ejemplos citados en esta columna- por el poder político de turno, decretando sentencias que claramente no guardan proporción alguna con el daño causado por los imputados o con las pruebas de cargo presentadas

Por Maximiliano Mojica
Abogado, máster en leyes

No, no me refiero a la famosa obra de Fiódor Dostoyevski, sino a la sana práctica social, de naturaleza judicial, que todo país ejerce como parte de su soberanía política, al poseer un Órgano Judicial que dicta sentencias de naturaleza penal o punitiva para todas aquellas personas que hubiesen violado una ley vigente y previamente promulgada conforme a la constitución. Todo crimen recibe (o debería recibir) un castigo, pero ese castigo debería ser justo, proporcional, teniendo presente el daño causado al individuo perjudicado y a la sociedad como conjunto ¿pero siempre sucede así?


Cuando una persona comete un delito debería recibir una sanción y en un mundo perfecto, todas las sanciones deberían ser similares respecto al mismo delito cometido. Violación, “x años” de cárcel; narcotráfico, “y años”; corrupción, “z años”; pero resulta que el mundo real se aparta mucho del mundo ideal y los jueces aparentemente son inconsistentes al momento de emitir las sentencias, siendo benignos en unos casos y severos -o muy severos- en otros enteramente similares ¿Por qué ocurre esta variación en los fallos judiciales?


En todo el mundo, los jueces han mostrado durante mucho tiempo una más que notable discrecionalidad para decidir las sentencias apropiadas. Muchos expertos han celebrado esa discrecionalidad y la han considerado justa y humana. Insistían en que las sentencias penales debían basarse en una serie de factores que no solo tomaban en cuenta el delito, sino también el carácter y las circunstancias del acusado; de tal forma que, si los jueces estuvieran atados a “normas rígidas”, los delincuentes serían tratados de forma deshumanizada -casi juzgados por “máquinas”- y no serían considerados como individuos únicos con derecho a que se les tenga en cuenta los detalles de su situación particular.


En 1970, el entusiasmo universal por la discrecionalidad judicial empezó a tambalear por una simple razón: la violación de los derechos del procesado derivados de fallos incoherentes, unos excesivamente benignos y otros extraordinariamente severos, derivados todos de factores exógenos al caso, como lo son el estado de ánimo del juez, las influencias externas, las presiones políticas, la ideología y los intereses particulares del juez de la causa, todo lo cual no tiene nada que ver con el delito juzgado, ni con los hechos, ni con el individuo procesado, pero que, paradójicamente, generan una influencia en el criterio de los juzgadores aún mayor a la de las pruebas de cargo presentadas por la Fiscalía o la Policía.


Para el caso, un estudio realizado sobre miles de fallos emitidos por jueces de menores en Estados Unidos determinó que, cuando el equipo de fútbol americano local perdía un partido el fin de semana, los jueces tomaban decisiones más duras el lunes, solo para volverse más benignos a medida que avanzaba la semana. Bajo esta “lotería de sentencias”, los acusados de raza afroamericana se llevaban la peor parte.


¿Debería ser el resultado de un partido de fútbol, el clima, el cansancio, el estrés, la filiación política, la raza o el nivel socioeconómico del imputado, una variable para que un acusado reciba una condena más o menos dura? Para evitar esas excesivas variaciones de criterio en los jueces, se promulgó en Estados Unidos en 1984 la ley de Reforma de Sentencias, cuyo principal objetivo era crear una Comisión de Vigilancia que marcaría un rango restringido para el ejercicio de la discrecionalidad de los jueces a la hora de emitir las sentencias penales y el tratamiento de las garantías de los reos.

Aunque las directrices son obligatorias tampoco constituyen una “camisa de fuerza” a la independencia judicial y a la discrecionalidad humana del juez, brindándoles un importante espacio para maniobrar. No obstante, distintos estudios posteriores han determinado que la excesiva discrecionalidad de los jueces penales estadounidenses (quienes, en algunos casos, para un mismo delito de robo decretaban 60 días de cárcel y para un caso enteramente similar, decretaban 15 años…) se ha reducido, procurando con ello el ejercicio de una más certera justicia penal y social, a donde tanto el individuo como la sociedad se ve resarcida, adecuada y proporcionalmente, respecto al daño causado por el imputado.


En El Salvador hemos visto con preocupación cómo los jueces penales han sido influenciados negativamente -a parte de los ejemplos citados en esta columna- por el poder político de turno, decretando sentencias que claramente no guardan proporción alguna con el daño causado por los imputados o con las pruebas de cargo presentadas, con el agravante de que existen individuos que continúan libres, cuando se encuentran en situaciones enteramente similares a sonados casos mediáticos.


Resulta muy cómodo para los abogados salvadoreños discutir estos casos en nuestros círculos académicos, pero la realidad es que hay vidas que serán irremediablemente dañadas -sino es que perdidas- por este juego incoherente del “crimen y castigo”. Los responsables seremos todos los que guardamos silencio.

Abogado, Master en leyes/@MaxMojica

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Delitos Contra La Administración De Justicia Opinión Regimen De Excepción

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