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Más ricos de lo que sospechábamos

La ilusión de Jesús es que nos convirtamos en los atletas de Dios. No para competir contra otros, sino para contagiar de vida a nuestros prójimos, nuestros próximos, quienes tendrían la feliz oportunidad de estar cerca de nosotros. En lugar de ser elementos nocivos para los demás, podemos ser generadores de vida, contagiadores del optimismo de Cristo, transmisores de felicidad.

Por Heriberto Herrera
sacerdote salesiano

Sería lamentable que desperdiciáramos nuestros preciosos días enredados en estrechos y miopes horizontes que nos impidan enriquecernos con las inconmensurables riquezas de vida que nos ofrece Jesús. Si nos concentramos en intentar evitar el mal lamentando perder la oportunidad de saborear la fruta prohibida, nuestra experiencia vital será mezquina. Consecuencia: una bondad raquítica, lastimera, resignada, envidiando a los malos, que se lo pasan a lo grande disfrutando a sus anchas de cuanto la vida fácil ofrece.

Así se termina por vivir una vida insípida: sin saborear las delicias del mal ni gustar la belleza del bien. Una vida gris, sin pena ni gloria, anémica. Un “santo” triste es un triste santo. Qué lejos del magnífico proyecto de vida delineado por Jesús en las Bienaventuranzas. Él lo dice sin ambages: Felices, dichosos, bienaventurados los que viven como vivo yo.  Porque los rasgos propuestos por Jesús son los que él encarnó. Jesús, el hombre feliz, el hombre realizado.

Podría sonar descabellada la propuesta de vida que Jesús ofrece a sus seguidores: Dichosos los pobres, los no violentos, los humildes, los puros, los limpios de corazón… ¿Es que Jesús piensa en discípulos apocados, tímidos? Todo lo contrario. Veamos a Pedro, que de pescador timorato, pasa a asumir la dura tarea de ser cabeza de la naciente comunidad cristiana, al que pronto le lloverán problemas hasta acabar crucificado como su Maestro. O Pablo, quien veía una amenaza en esa comunidad cristiana que crecía y decide acabar con ella, para luego convertirse en fogoso proclamador del Resucitado más allá de los estrechos confines del judaísmo de entonces. Y así todos los demás seguidores del Cristo victorioso, quienes, en su minoría, se atreven a lanzarse al mundo para proclamar un estilo de vida más valioso que cualquier ambición mundana.

Desde entonces para acá son incontables los seres humanos que han experimentado que vivir el Evangelio a profundidad es plenitud de vida, mayor que cualquier triunfo terrenal.

Admiro a los deportistas profesionales que se someten a entrenamientos rigurosos y dietas exigentes con el afán de alcanzar la elasticidad de un cuerpo que les permita esas ejecuciones maravillosas que nos dejan con la boca abierta.

La ilusión de Jesús es que nos convirtamos en los atletas de Dios. No para competir contra otros, sino para contagiar de vida a nuestros prójimos, nuestros próximos, quienes tendrían la feliz oportunidad de estar cerca de nosotros. En lugar de ser elementos nocivos para los demás, podemos ser generadores de vida, contagiadores del optimismo de Cristo, transmisores de felicidad.

Egoísmo es encapsularnos en una vida estéril, si no dañina, que no deja rastro de bondad. Lo cual sería un lamentable fracaso existencial. Al seguidor de Jesús le espera, en la parusía final, la alabanza del Señor de la historia: Vengan, benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me dieron de comer. Esa es la vida realizada.

Sacerdote salesiano y periodista.

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