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Los conversadores

Froilán era el moderno juglar sin laúd en zonas donde el analfabetismo era galopante, superando incluso a los radios de batería y a la televisión o ahora, el celular; por eso los vecinos abrían sus puertas no para dar de comer a un pordiosero, sino para escuchar y aprender de un hombre humilde, quizás analfabeto, pero dueño de habilidades especiales para comunicar.

Por Ricardo Bracamonte

Don Froilán, o Froilán a secas, nunca trabajó; sin embargo, siempre comió los tres tiempos diarios e incluso hasta con refrigerio en no pocas ocasiones. Tenía un itinerario preciso de visitas en diferentes hogares en al menos cinco cantones a la redonda de la parte occidental de Coatepeque. De saco y corbata –siempre el mismo saco y la misma corbata- se acercaba a la casa que treinta días atrás había visitado. Lo pasaban adelante, lo invitaban a sentarse; sin embargo, mientras no apareciera el dueño de la casa, él se mantendría de pie.


Don Saúl Guirola se preparaba. Había leído el Diario de Occidente casi todos los días y de manera excepcional, algún vecino le conseguía El Diario de Hoy de cualquier día de la semana. No eran tiempos de internet, ni de whats up. Las noticias de la ciudad, del país o del extranjero, llegaban a cuentagotas y sólo para aquellos que leían los periódicos o que, esporádicamente salían a las ciudades vecinas. El resto de personas sabían lo que lograban saber sólo por lo que alguien contaba.


Froilán llevaba las novedades del cantón, de los otros cantones y de las ciudades vecinas; pero la originalidad de su palabra estaba en el don de gran conversador que poseía: en medio de la información, mezclaba con gran naturalidad consejos, visiones globales del mundo, conductas que deben seguirse o condenarse, nuevas ordenanzas de las autoridades, recetas de medicinas naturales mientras saboreaba el café con pan o la comida fuerte que no tardaría en llegar. Don Saúl lanzaba de vez en cuando las noticias leídas en los periódicos y Froilán las retomaba para ampliar o conectar con otras que él había oído y que, seguramente, le servirían para remozar sus conversatorios posteriores.
Era una especie de bribón, recuerda Saulito, el hijo de Don Saúl. Su trabajo consistía en conversar. Era el juglar o el rapsoda de cuya existencia conocimos el primer año de bachillerato cuando leímos los clásicos griegos, la Ilíada y la Odisea.

Irene Vallejo en su libro “El infinito en un junco” o la historia del libro, nos habla de la importancia de estos personajes de la antigüedad cuando aún no se había inventado el lenguaje escrito: provistos de una impresionante memoria, dotados de una potente voz, eran invitados por los emperadores y reyes para dar vida a las descomunales batallas de los fundadores de los imperios persas, griegos y troyanos e inyectar ánimo en las cortes para continuar guerreando.
Vallejo nos hace reflexionar sobre la angustia de las generaciones al no tener otro mecanismo mejor para transmitir el legado de una generación a otra que el de contar oralmente a sus descendientes, los valores, costumbres, recuerdos de héroes, leyendas, hasta que, por fin, llegó el lenguaje escrito, y con él, el libro, uno de los inventos más trascendentales de la humanidad.


Froilán era el moderno juglar sin laúd en zonas donde el analfabetismo era galopante, superando incluso a los radios de batería y a la televisión o ahora, el celular; por eso los vecinos abrían sus puertas no para dar de comer a un pordiosero, sino para escuchar y aprender de un hombre humilde, quizás analfabeto, pero dueño de habilidades especiales para comunicar.

Salarrué nos los recuerda en el cuento “La Botija” cuando el haragán José Pashaca se convirtió en el trabajador más incansable de la región luego de escuchar el relato del anciano Bashuto sobre las botijas llenas de oro que se encontraban en las aradas.


Antes que nadar, comer, dormir o cualquier otro placer parecido, los conversadores prefieren intercambiar palabras, nos dice la mexicana Ángeles Mastretta en su texto “Los conversadores”, publicado en el periódico La Nación.
Claro que conversar es un don, si no, que lo diga mi familia política sobre mi cuñado Carlos, personaje entrañable capaz de cambiar la taza de café de Froilán por una copa de vino y de convertir a Ozatlán, su pueblo de origen, en la Ozatlántida en donde los personajes de Cien Años de Soledad de García Márquez, se recrean y se reproducen no en las extensas bananeras de la United Fruit Company, sino en las hermosas fincas de café que todavía persisten y en las nuevas mansiones, estilo americano, que los dólares de la diáspora encementan y eliminan los hermosos corrales en donde se criaba ganado, se hacía queso, requesón y se vendía la leche pura extraída directamente de las ubres de las vacas.


“Yo vengo de un tiempo cada vez más remoto, en el que conversar era el don, el privilegio y la costumbre más encomiable”, nos dice la Mastretta, segura de saber que aún hoy no hay nada más delicioso que encontrarse con un auténtico conversador.

La historia de Froilán la conocí recientemente de la viva voz de Saulito Guirola, quien a sus 80 años, empedernido lector, maestro de profesión y vocación, mantiene viva esa tradición de los conversadores auténticos, capaz de predecir la tercera guerra mundial a partir de la invasión rusa sobre Ucrania y de preguntarse sobre el futuro de la patria, en una amena conversación que puede durar horas; pero eso sí, sin meterse directamente en política “porque ese terreno es espinudo, peligroso y sucio y no nos lleva a ningún lado bueno”. Prefiere incursionar en los vericuetos de la historia para sacar conclusiones de por qué los rusos son así como son, o meterse a fondo en las honduras de la ciencia para buscar la razón de por qué los astronautas pesan menos en el espacio sideral.

Profesor, Licenciado en Letras y Maestría en Política y Evaluación educativa

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