Un par de llamadas telefónicas y de telegramas fueron suficientes para evidenciar la dimensión de la tragedia acaecida a bordo del vagón no. 805 del tren de pasajeros no. 26 del Ferrocarril Panamericano, perteneciente a los Ferrocarriles Nacionales de México, en el trayecto cerca de las poblaciones de origen mame Pijijiapan y Nancinapa, a 132 kilómetros de Tapachula. Su destino final era la zona del río Suchiate, en la frontera con la República de Guatemala.
Pasaban pocos minutos después de las 07:00 del viernes 4 de enero de 1946. Bajo los efectos de varios puros de marihuana, un comerciante del mercado tapachulteco insultó y disparó su arma de fuego contra dos pasajeros. Las moscas de plomo impactaron en ambos cuerpos. No hubo nada que hacer. Fueron asesinados a sangre fría en aquella tierra situada a menos de 30 metros de altura sobre el nivel del mar y que desde el siglo XVI hasta el XIX fue parte del Reino de Guatemala. Poco tiempo más tarde, el hechor fue muerto a tiros por las autoridades policiales durante su pretendida huida.
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Las autoridades chiapanecas alertaron al Consulado de El Salvador en Tapachula. Los asesinados eran compatriotas y procedían de la ciudad de México. Sus cuerpos fueron conducidos al hospital local, donde se les sometió a la autopsia que certificaría las causas de sus fallecimientos por mano criminal. Pocos después, ambos cadáveres fueron sepultados en dos fosas abiertas en el camposanto tapachulteco, a la espera del mejor momento para ser repatriados. No hubo otra pesquisa policial, procedimiento judicial ni indemnización alguna por ambos homicidios.
En la siguiente semana, la noticia luctuosa mereció primeras planas en periódicos de San Salvador, Santa Ana y Chalatenango, entre ellos El Diario de Hoy. Los informes oficiales del Ministerio de Relaciones Exteriores de El Salvador fueron publicados por el rotativo santaneco Diario de Occidente en la cuarta y primera páginas del lunes 14 y miércoles 23 de enero de 1946, aunque otros datos también aparecieron en sendas ediciones de enero y febrero del mismo año.

2. Primera plana de El Diario de Hoy, con fotografías de los dos salvadoreños asesinados en Chiapas.
Los asesinados aquella fría mañana de viernes de enero fueron un docente y un contador y deportista, ambos salvadoreños.
El profesor se llamaba José Antonio Martínez. Nació a las 06:00 horas del martes 5 de agosto de 1913 en el barrio santaneco de Santa Lucía y fue su madre María Inés Martínez. Dedicado desde siempre a la docencia, soñaba con una escuela modelo donde poder desarrollar pedagogías experimentales que le dieran un nuevo horizonte a la niñez y a la juventud salvadoreñas. En especial, a las niñas, porque el sector femenino era el que siempre resultaba más excluido de los beneficios de una cobertura escolar de calidad.
En el ideario del profesor Martínez, no bastaba con sólo aprender a leer, escribir, sumar y restar. Ese era su parámetro dentro y fuera de las aulas, en las áreas urbanas y rurales donde le tocó laborar. Tras su paso como director de la Escuela Tomás Medina, se hizo cargo de la jefatura de la Inspectoría de Escuelas Municipales de Santa Ana. Desde su oficina, buscó siempre la promoción de las mejores técnicas de enseñanza-aprendizaje, en especial de las derivadas de los estudios científicos emprendidos desde San Salvador por el Gabinete Psico-Pedagógico, iniciado por la dictadura martinista en 1938. Dentro de lo posible, él y otros educadores buscaban la manera de enseñar a sus educandos las posibilidades de la educación para la libertad. Con esa divisa en mente, en noviembre de 1945 se marchó hacia la capital mexicana, con el fin de estudiar en territorio las labores progresistas realizadas en las escuelas rurales e indígenas por la nación mexicana. Aquella mañana de viernes, el profesor Martínez regresaba hacia su patria y hacia su natal Santa Ana.
El otro fallecido era Félix Efraín Calderón Vides, nacido en la ciudad de Chalatenango, el lunes 21 de febrero de 1921, en el hogar de Ezequiel Calderón y Angelina Vides de Calderón. En febrero de 1939 obtuvo su título de Contador en el salesiano Colegio San José, para después desarrollar su profesión en las Alcaldías Municipales de San Salvador y Coatepeque, donde sus progenitores tenían fuertes vínculos familiares. El martes 30 de enero de 1945 llevó su pasaporte 205/13283 al consulado de Estados Unidos en San Salvador, donde le fue expedido el permiso de viaje que le posibilito ingresar por la garita migratoria de Nogales-Santa Cruz (Arizona), el 17 de febrero. Se enlistó en el ejército estadounidense el 10 de mayo, con la finalidad de ser destinado al teatro de operaciones de los aliados en el Pacífico Sur. La Segunda Guerra Mundial tocaba a su fin y sus servicios en combate no fueron requeridos. Para entonces, su padre residía en el no. 30 de la 11ª. calle poniente de la ciudad de Santa Ana. Las autoridades militares le concedieron un permiso el 25 de octubre de ese mismo año, como un paso previo a otorgarle la baja de las filas castrenses. En los últimos días de diciembre le fue concedida la residencia permanente en el territorio estadounidense. Esa era la grata noticia que llevaba entre manos al momento de su asesinato.
Aquel trágico viernes, los humos de la sinrazón liquidaron a dos luchadores por la libertad. Uno desde las aulas en contra del oscurantismo y la dictadura, otro en defensa del mundo libre de los fascismos en boga.
Al conocerse la trágica noticia, la Sociedad Magisterial Santaneca a la que pertenecía el profesor Martínez dispuso guardar nueve días de riguroso luto a partir del 7 de enero, con las profesoras vestidas de negro y los profesores usarían corbata o franja negras en uno de sus brazos. Además, ordenaron oficiar misas en la catedral santaneca y se comprometieron a realizar gestiones ante las autoridades políticas, diplomáticas y educativas del país para lograr la repatriación expresa del cuerpo y el otorgamiento de una pensión vitalicia para la madre del educador asesinado, así como la confección y colocación de una placa conmemorativa en el edificio de la Escuela Tomás Medina. Todo eso quedó consignado en un comunicado redactado por el educador David Figueroa Sermeño, secretario de la junta directiva de esa sociedad santaneca de docentes, quien lo distribuyó entre diversos medios impresos y radiofónicos del país.

Para evitar que la memoria del profesor Martínez cayera en el olvido, el periodista y cuentista sansalvadoreño Manuel Aguilar Chávez (1913-1957) ofreció la charla La escuela que soñó José Antonio, en la que se dedicó a evocar la vida y obra de su entrañable amigo asesinado en tierra chiapaneca. Su intervención tuvo lugar a partir de las 20:00 horas del martes 30 de marzo de 1948, como parte de la noche cultural organizada por el Ministerio de Cultura Popular y la alcaldía santaneca en el Teatro de esa urbe occidental salvadoreña. Recogida en un folleto de 16 páginas, esa elogiosa ponencia de Aguilar Chávez fue impresa a fines de abril de ese mismo año por la Biblioteca Barata de la editorial santaneca Bahía, ambas dirigidas por el mismo intelectual, quien también moriría asesinado cerca de su casa en Soyapango, el sábado 30 de noviembre de 1957, por las balas de la Colt 38 empuñada por Gumercindo Menéndez Vega, hermano mayor del escritor Álvaro Menéndez Leal.
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Por gestiones de los ministerios salvadoreños de Cultura y de Relaciones Exteriores, los restos mortales del profesor Martínez fueron exhumados y retornados a su ciudad de origen. Por vía terrestre, arribaron a la urbe sansalvadoreña en la tarde del domingo 10 de mayo de 1953, de donde fueron trasladados hacia Santa Ana al día siguiente. Allá recibieron diversos homenajes escolares, civiles y religiosos, tras los que fueron sepultados en el cementerio Santa Isabel, a las 15:30 horas del martes 12. Fotos de las ceremonias fúnebres aparecieron el miércoles 13 en la portada del diario capitalino Patria Nueva.
Para honrar la memoria de José Antonio Martínez, la municipalidad santaneca decidió bautizar una escuela de niñas con su nombre, la cual instaló en una antigua fábrica construida en 1926 y considerada parte del patrimonio cultural edificado de la ciudad. Allí, cada 6 de agosto, en conmemoración del aniversario natal del querido profesor Chepe, se desarrollaba una solemne ceremonia de recuerdo y homenaje, pero la misma decayó con el paso de los años hasta desaparecer.

En marzo de 1963, en la Escuela de Varones Tomás Medina (hoy Centro Escolar Experimental Tomás Medina, colonia El Palmar) se efectuó una ceremonia para bautizar su biblioteca escolar y sus distintos salones de clases. Para las aulas fueron escogidos los nombres de importantes escritores y educadores nacionales, vivos y muertos, como el profesor Martínez, José Valdés, Francisco Gavidia, Alberto Masferrer, Salarrué –quien obsequió un lote de libros-, Oswaldo Escobar Velado, Serafín Quiteño, Alfredo Espino, Arturo Ambrogi, Saúl Flores y Juan Ramón Uriarte.
Por ahora, el centro escolar con que soñó José Antonio Martínez está en silencio, porque no alberga estudiantes. Situada en el no. 10 de la 4ª. calle oriente (entre la 1ª y 3ª avenidas norte, frente a la Escuela Leopoldo Núñez, en una manzana en las cercanías de la Catedral santaneca), su sede comenzó a ser intervenida por la Dirección de Obras Municipales desde el 9 de septiembre de 2023, como parte del proyecto de reforma Mi Nueva Escuela. Con un presupuesto inicial estimado de 800,000 dólares, para fines de septiembre de 2024 llevaba un 55% de avance en las obras, con un desembolso estimado en 600,000 dólares.
En su Odisea, el aeda Homero indica que la diosa Palas Atenea le ordena al joven Telémaco que busque a su padre Ulises y que “si oyes que ha muerto y que ya no vive, regresa enseguida a tu tierra patria, levanta una tumba en su honor y ofréndale exequias en abundancia”. Cuando casi se cumple el 80 aniversario del asesinato del profesor Martínez y de su compañero de viaje Calderón Vides, es de justicia pensar en rehabilitar su escuela soñada, pero también sería oportuno dotarla del carácter experimental e innovador que él buscó en vida. Además, no estaría fuera de contexto buscar su tumba y también restaurarla, para que la conozcan las presentes y futuras generaciones de estudiantes de la ciudad santaneca. Así le rendirían el mejor homenaje a un educador que luchó por la liberación a través de las aulas, en batalla abierta contra las diversas formas de la ignorancia y del control del pensamiento.
DEDICATORIA
El autor dedica este texto a cada una de las personas integrantes de la Asociación de Patrimonio Cultural de Santa Ana (Apaculsa), en reconocimiento y agradecimiento por sus cuatro décadas de tesonera labor en defensa, investigación y promoción de la cultura santaneca, edificada y documental.
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