Conoce los rituales del amor en El Salvador de principios del siglo XX

Como dijo el poeta mexicano Octavio Paz, el amor erótico y la pasión sexual entre seres humanos forma una “doble llama” a la que iglesias, gobiernos y sociedades han tratado de atar desde hace milenios.

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Mujeres y hombres en sectores separados durante una carrera de caballos en el Hipódromo Nacional/Campo de Marte, San Salvador, en la década de 1910. Tarjeta postal proporcionada por el educador y coleccionista estadounidense Dr. Stephen Grant.

Por Carlos Cañas Dinarte

2019-02-08 6:26:58

Los rituales del amor galante surgieron hacia el siglo XX, en los campos de la Provenza francesa, gracias a los juglares y los juegos eróticos de damas y caballeros, como ya se fijaba en los textos del Arcipreste de Hita en su Libro de buen amor, mucho más delicados que las descripciones cuasi pornográficas de Giovanni Boccacio y su Decamerón.

Desde entonces para acá, las diferentes formas de cortejo han constituido un amplio territorio imaginado entre caudales de sentimientos y ríos de tinta, tanto para escribir versos como para redactar contratos de convivencia legales y eclesiásticos, bajo condiciones trazadas por los lineamientos de sociedades heteropatriarcales, excluyentes y buscadoras de sus propias satisfacciones y reproducciones de poder y estatus social.

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Durante su viaje por tierras de la Provincia de San Salvador en el Reino de Guatemala, el arzobispo guatemalteco Pedro Cortés y Larraz, en 1770, constató que estas tierras eran poco menos que las bíblicas localidades de Sodoma y Gomorra. La gente andaba desnuda o semidesnuda por las calles, copulaban por doquier, había cierto predominio del “pecado nefando” de la homosexualidad masculina y muchas personas cedían ante las “bajas pasiones” y al consumo intensivo de bebidas alcohólicas.

Un grupo de mujeres -vestidas a la moda y con cabellos recortados- camina sobre una acera del parque Dueñas (ahora Libertad), entre féminas de clase más popular (derecha) e indígenas (izquierda). Imagen cedida por el coleccionista nacional Lic. Jorge de Sojo Figuerola.

Desde entonces, los rituales de cortejo, matrimonio e institucionalización de la familia, como espacio para la reproducción de hijos y la fijación de hogares, quedaron reservados para clases medias y altas de las sociedades colonial y republicana. En especial, para aquellas redes familiares interesadas en combinar riquezas, obtener más posesiones, buscar títulos nobiliarios u otras alianzas con grupos de poder dentro de la Capitanía General, etc.

Durante el siglo XIX e inicios de la vigésima centuria, el interés por el cortejo y el matrimonio se centró en lograr uniones de conveniencia y convivencia entre caudales dedicados a la explotación monoagroexportadora del café y del azúcar. Además, se buscó lograr una limpieza de sangre e higienización social más profundas mediante la búsqueda de pretendientes extranjeros, con genes en nada parecidos a los nativos de estas tierras indígenas y criollas. Por eso, se abrió la puerta a las migraciones crecientes de europeos pobres o dedicados a la actividad comercial, a las oficinas y a otros rubros de necesidad para las empresas agrícolas o de inicios de la revolución fabril interna.

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Mujeres y hombres en etapa juvenil y en estado de soltería no debían juntarse. Para verse e interactuar estaban los parques y plazas, los atrios de los templos después de misa, el hipódromo, los cafés, los bailes de salón, las exposiciones u otros espacios donde pudieran verse de forma “decente y pública”.

En los parques, caminaban las mujeres en una dirección, mientras los hombres lo hacían al contrario, para poder verse, sonreírse e intercambiar palabras y más de algún regalo, como pañuelos, perfumes o los famosos “micos de Corpus” entregados durante la festividad cristiana de junio.

La vestimenta masculina y los vehículos de moda ejercían fuerte influencia en los trabajos de cortejo de las décadas de 1920 y 1930. Escena del portal La Dalia, proporcionada por el coleccionista salvadoreño Ing. Carlos Quintanilla.

Una vez establecido el contacto inicial, las familias buscaban acercarse, fijar la relación de forma clara y estimularla para que la pareja llegara ante el juez civil y al altar religioso, para que fundara un hogar al que pronto colmaran con muchos descendientes. Desde la década liberal de 1870, el fantasma del divorcio civil pendía sobre toda la sociedad salvadoreña.

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Mientras, entre el pueblo llano, la situación era muy distinta. Las vidas conyugal y hogareña eran metas lejanas y casi irreales. El cortejo era más bien breve y buscaba abrir el camino más directo hacia la práctica sexual, que casi siempre derivaba en un embarazo, posibles abortos o alumbramientos de criaturas estigmatizados por la sociedad, como bien lo denunció la escritora y educadora santaneca Josefina Peñate y Hernández en sus cuentos de las décadas de 1920 y 1930.

Esa era la realidad de guardias, policías, prostitutas, empleadas del servicio doméstico, dependientas, oficinistas, contadores, vigilantes, bodegueros, marinos y personas de muchos oficios más. En este sector social, los sentimientos se enfrentaban a la alegalidad y a la brutalidad oscura de la vida cotidiana.