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El Salvador entre dos épocas vaticanas

A medida que arrecia la bota militar y policial en El Salvador, que son acosados y reprimidos los defensores ambientales, que Bukele ataca frontalmente a la sociedad civil y al periodismo independiente que investiga su corrupción y sus negocios con maras, ¿podemos encontrar consuelo y socorro en León XIV y en sus obispos consecuentes de El Salvador? Sí. ¿Debemos los laicos, comprometidos con la democracia, informar sobre estos abusos a El Vaticano? Sí.

Por Napoleón Campos

En febrero de 1977, el Papa Pablo VI nombró Arzobispo de San Salvador a Oscar Arnulfo Romero. Eran tiempos turbulentos de la Guerra Fría cuando los muertos los ponían pueblos periféricos —lejanos de Moscú y Washington D.C. — en Indochina, el Cuerno de África y Centroamérica, donde combatían soldados versus guerrilleros, ambos hijos de las capas precarias de la sociedad.

Pío XII designó a Giovanni Battista Enrico Antonio Maria Montini, el futuro Pablo VI, en la industrial Milán en 1954, donde fue apodado “arzobispo de los pobres” por su firme pastoral con los obreros. En 1963, fue electo Papa y no dudó en reabrir el Concilio Vaticano II de Juan XXIII, el gran instrumento para hacer presente de verdad a la Iglesia con los pueblos, la opción preferencial por los necesitados, la Iglesia de los laicos.

Pablo VI fue escuchando sobre los abominables abusos a los derechos humanos en El Salvador. Con Romero, respondía como Iglesia Católica y como Estado Vaticano, con un pastor -cuya juventud sacerdotal fue marcada por el tirano Maximiliano Hernández Martínez y los horrores del fascismo y el nazismo en Europa, a donde arribó en 1937- para el diálogo, la reconciliación y la esperanza.

En 1978, Pablo VI fue sucedido por Juan Pablo I, y éste, por Juan Pablo II, quien, como sabemos, no fue afecto en un principio al pastor salvadoreño ni a nuestra región a pesar de provenir de Polonia, en cuya capital, Varsovia, fue firmado el pacto del bloque soviético en 1955. La contrición de Juan Pablo II dio la vuelta al mundo al hincarse y orar ante la tumba de Romero, quizás el instante cumbre de su visita de 1983 a los cincos países centroamericanos.

Corolario de esta política exterior vaticana fue la mediación para el conflicto salvadoreño por los sucesores de Romero, Rivera y Damas y su auxiliar nuestro ahora cardenal Rosa Chávez, que despegó con el diálogo de La Palma en 1984. Sus homólogos en la región acataron esta directiva apoyando los Acuerdos de Esquipulas de 1987 y las negociaciones de paz. Juan Pablo II volvería a Guatemala, El Salvador y Nicaragua, en 1996, en plena construcción de instituciones democráticas y de consolidación de la paz, ahora desmanteladas por los proyectos tiránicos en curso.

El Papa Francisco (QDDG) hizo una trascendental reivindicación: culminó la canonización de Romero e integró la beatificación del asesinado jesuita Rutilio Grande y sus acompañantes en Aguilares, al tiempo que ordenó a la díscola cúpula -Escobar Alas y adjuntos- a enderezar sus nexos con el poder fáctico de turno particularmente tras la abominable reactivación de la minería metálica por Nayib Bukele y los suyos. Francisco enfocó en su Carta Encíclica Laudato Sí “Sobre el Cuidado de la Casa Común” la realidad de “la minería del oro” -la falsa ilusión de Bukele, quien espuriamente invocó a Dios diciendo que “colocó un gigantesco tesoro bajo nuestros pies”- la cual al agotarse deja “grandes pasivos humanos y ambientales, como la desocupación, pueblos sin vida, agotamiento de algunas reservas naturales, desforestación, empobrecimiento de la agricultura y ganadería local, cráteres, cerros triturados, ríos contaminados y algunas pocas obras sociales que ya no se pueden sostener” (p. 41).

El cardenal Robert Prevost -sin saber que sería el Pontífice León XIV- había hecho propio -el 14 de abril pasado- en redes sociales el llamado dentro de EE. UU. a respetar el Debido Proceso partiendo del daño infringido al salvadoreño Kilmar Abrego por Donald Trump y Bukele. Prevost apoyó un mensaje que los interpelaba: “¿No ven el sufrimiento? ¿No les perturba la conciencia? ¿Cómo pueden quedarse callados?”. Mi colega David Gibson, de la Universidad de Fordham, escribió desde Roma al calor del cónclave: “León XIV actuará cuando los vulnerables se conviertan en víctimas”.

Ciertamente, León XIV rogó por la paz desde el minuto 1 del pontificado comprometiéndose a no mirar a otro lado ante el sufrimiento. “Es una invasión imperialista rusa”, sentenció el nuevo Papa sobre la agresión de Putin contra Ucrania.

Juan Pablo II visitó Ucrania el 2001 rememorando que mil años antes Kiev fue “la cuna del cristianismo en Europa Oriental”. También, León XIV pidió un alto a la barbarie israelí en Gaza a la vez que demandó a Hamás la liberación de los rehenes. Inmediatamente, Hamás liberó a Edan Alexander, soldado israelí-estadounidense, tras 19 meses de cautiverio, publicitándolo hábilmente como un gesto a Trump.

Por cierto, el favorito público de Trump al papado era el cardenal conservador Timothy Dolan, arzobispo de Nueva York, ciudad donde son procesados los jefes de las pandillas salvadoreñas, juicio en el que han surgido sus acuerdos políticos, electorales y financieros con Bukele desde que era candidato a alcalde de San Salvador en los años 2014-2015. La elección de León XIV ha enfurecido a los militantes ultraderecha MAGA con los que Bukele se ha alineado. Es tal su ideología jurásica que Laura Loomer, una de sus voceras, dijo que León XIV es “un marxista total como Francisco. Los católicos no tienen nada bueno que esperar. Sólo otra marioneta marxista en El Vaticano”.

A medida que arrecia la bota militar y policial en El Salvador, que son acosados y reprimidos los defensores ambientales, que Bukele ataca frontalmente a la sociedad civil y al periodismo independiente que investiga su corrupción y sus negocios con maras, ¿podemos encontrar consuelo y socorro en León XIV y en sus obispos consecuentes de El Salvador? Sí. ¿Debemos los laicos, comprometidos con la democracia, informar sobre estos abusos a El Vaticano? Sí.

Analista y especialista en relaciones internacionales.

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Opinión Papa León XIV

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