Gran parte de los habitantes de las comunidades Las Neblinas, y aledañas, viven de los pocos ingresos que logran como empleados en los comercios turísticos locales, otros se dedican a las ventas ambulantes.
También hay otras personas que trabajaban cerca de allí y vieron como oportunidad el asentamiento, ese es el caso de Catalina Flores, de 63 años.
Ella, junto a su esposo José Roberto Valdez, llegaron a vivir a la zona hace más de 23 años, y desde entonces lidian con la necesidad del agua potable.
“Trabajábamos como colonos en una finca cercana, así llegamos a vivir acá”, dice Cata, como es conocida entre sus vecinos.
En la casa de ella, a la cual se llega por veredas e improvisadas gradas, destaca un canal que sirve para recolectar la lluvia de las láminas que sirven de techo en la propiedad. El agua es almacenada en una profunda pila.
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“Nos alegramos cuando llueve, porque significa que vamos a comprar menos agua”, dice la mujer de piel morena y cabello de plata.
Su pila luce un tanto oscura, el agua gris, y así es consumida.
“Por veces le ponemos unas gotas de lejía y así la tomamos”, dice Cata.
Ella sostiene que el color del agua se debe a la caída de magos del árbol cercano.
Otra opción es aprovechar y consumir el líquido hervido, ya en sopas o café.
En la casa de ella viven no menos de 20 personas entre: hijos y sus parejas, además de los nietos.
En su humildad, Cata señala donde ella y su esposo duermen, para luego señalar al fondo de la propiedad y explicar de allí para dentro viven mis hijos”.
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Cata añora la posibilidad de regalar otra realidad a sus nietos, lo encuentra difícil, pero no pierde las esperanzas.
“Siempre se hace el llamado a las instituciones, al mismo gobierno, para que conozcan las condiciones en que vivimos”, concluye la mujer con su suave tono de voz.