En cualquier urbe, el tráfico no es solo una cuestión de carros, calles o semáforos; también es un reflejo de nuestras emociones, valores y cultura urbana. Más allá del diseño vial, lo que ocurre detrás del volante revela la falta de cordialidad, el individualismo y el estrés colectivo que definen a las sociedades modernas.
En esta situación influyen factores culturales y psicológicos que, aparte de la inadecuada infraestructura, alimentan día a día los embotellamientos que desesperan a muchísimas personas.
El congestionamiento vehicular se ha vuelto parte del paisaje cotidiano en las ciudades. Pero lo que muchos no ven, o prefieren no ver, es que el tráfico no es solo producto del crecimiento urbano o la deficiente planificación vial. También es, en gran medida, una expresión de cómo pensamos, sentimos y nos comportamos como sociedad.
"El tráfico es una manifestación del alma colectiva de una ciudad", escribió el sociólogo español Manuel Delgado en su libro "El animal público" (2007). Y vaya que tenía razón. Lo que sucede en las calles, avenidas y carreteras refleja, en realidad, las relaciones humanas marcadas por la prisa, la competencia, la falta de empatía y el desapego comunitario.

Según el licenciado Luis Enrique Amaya, consultor internacional e investigador salvadoreño en materia de seguridad, en términos generales el problema del tráfico vehicular tiene varias aristas y dimensiones. Una de ellas tiene que ver con el parque vehicular, es decir, la cantidad de vehículos que hay en el país, sobre todo en las principales ciudades; otra de las causas está relacionada con las condiciones de la infraestructura vial, incluyendo la señalética, es decir, todo lo relacionado con señales de tránsito; otra es la ingeniería vial: cómo se están disponiendo las calles, los flujos vehiculares... Y otra situación relacionada con esta problemática está asociada con la calidad del transporte público.
Para Amaya, las situaciones antes mencionadas son objetivas; pero hay otra dimensión que es subjetiva o psicológica, la cual está vinculada con la cultura.
"En términos más generales, tiene que ver con aspectos culturales y con cómo se aprende a movilizarse en el espacio vial público. Los espacios públicos son los que nos ponen en contacto con una diversidad mayor de personas, de gustos, de hábitos, de mentalidades...", explicó el profesional."Estos espacios públicos, incluyendo el espacio vial, suponen conocer y respetar normas de convivencia social", enfatizó.
EDUCACIÓN VIAL: ¿ES SUFICIENTE?
Si bien muchos países han implementado programas de educación vial y de normas de convivencia, la mayoría de estos se enfocan en aspectos meramente técnicos (como saber el significado de las señales) y no en los aspectos psicológicos o culturales del comportamiento al volante.

"Existen normas de convivencia, que en algún momento pueden llegar al grado de constituir leyes. Pero, para conocer esta normativa primero tiene que hacerse pública, enseñarse, interiorizarse, aceptarse, respetarse, seguirse... De modo tal que, para llegar a respetar la ley, primero tiene que haber un proceso amplio de enseñanza", subrayó Luis Enrique Amaya.
Además, hay que considerar que la cultura vial no se forma solo en la escuela o en los cursos para obtener licencia de conducir, sino que se reproduce a diario en casa, en la calle y en los medios. Si un niño ve a sus padres insultar al conductor de al lado o cruzar en rojo porque "no viene nadie", aprenderá que esa es la norma, no la excepción.
UN COCTEL 'MOLOTOV'
Pasar largas horas en el tráfico puede causar estrés, ansiedad, frustración y otros problemas de salud mental. Especialistas en salud, subrayan que el estrés que genera pasar horas en atascos vehiculares tiene efectos similares a los del estrés laboral o el doméstico.
Según un estudio publicado en Journal of Environmental Psychology (Evans & Wener, 2006), los largos desplazamientos diarios en auto elevan los niveles de cortisol (la hormona del estrés) y disminuyen el bienestar general. Quienes pasan más de 45 minutos en el tráfico diariamente presentan más ansiedad, irritabilidad y menor satisfacción con su entorno.

Pero ¿por qué el tráfico hace perder los estribos? ¿Por qué personas que en otros espacios son amables o razonables se vuelven agresivas, impulsivas o insensibles detrás del volante?
Una de las razones más estudiadas en psicología social es el fenómeno de desindividualización.
Según la sicóloga Anabel Aguilar, cuando las personas están en contextos donde se sienten anónimas o no reconocidas (como dentro de un auto), tienden a comportarse de forma más agresiva o antisocial.
"Esta teoría explica por qué alguien puede gritar, insultar o incluso provocar a otro conductor, sabiendo que probablemente nunca se encontrarán cara a cara. El parabrisas se vuelve una especie de escudo moral que desinhibe la conducta", expresó la especialista.
En este sentido, el tráfico vehicular revela lo que la sicóloga social Amy Cuddy llama "la desconexión emocional urbana". En su libro "Presencia" (2015), explica cómo el entorno urbano muchas veces refuerza la distancia emocional entre las personas, lo que se agrava en espacios competitivos como el tráfico, donde cada segundo y cada metro cuentan.
INDIVIDUALISMO, MOTOR DEL CAOS

Otro gran ingrediente en este problema es el individualismo, cada vez más arraigado en las sociedades modernas. La necesidad de "ganar tiempo", "llegar primero" o "no dejarse pasar" se convierte en una lucha cotidiana que alimenta el caos en las calles. En ciudades donde la norma es el "yo, antes que nada", no sorprende que predomine la desconfianza y el egoísmo al conducir.
Un estudio de la Universidad de California (UC Berkeley, 2012) descubrió que los conductores con vehículos de gama alta tenían el doble de probabilidades de violar las reglas de tránsito, como no ceder el paso o bloquear intersecciones. ¿La explicación? Una mayor percepción de estatus y menor empatía con los demás.
"Este tipo de comportamientos alimentan un círculo vicioso: cuanto más agresivos son algunos conductores, más defensivos y hostiles se vuelven los otros, creando un entorno donde nadie confía y todos compiten", señaló la licenciada Aguilar.
FALTA DE CORTESÍA
La cortesía vial, entendida como el acto de ceder el paso, respetar la fila o simplemente no invadir el espacio del otro, es uno de los factores más olvidados en las campañas de tránsito. Sin embargo, su ausencia tiene efectos profundos en la fluidez y la convivencia en las calles.

"El respeto y la cortesía en el tránsito no solo ayudan a mejorar el flujo vehicular, sino que también reducen significativamente los accidentes", afirmó la Organización Mundial de la Salud (OMS) en su informe "Global Status Report on Road Safety (2018).
A pesar de ello, en muchas ciudades latinoamericanas, como San Salvador, Ciudad de Guatemala, Ciudad de México o Lima, este tipo de comportamiento cívico es más la excepción que la regla.
La costumbre de "meterse" en la fila, cerrar el paso o pitar para todo se ha normalizado tanto que ya ni siquiera se percibe como una falta. Se vive una anarquía.
CULTURA DEL "YO PRIMERO"
En El Salvador, por ejemplo, no es raro encontrar frases como "el que da el paso, pierde", o "si lo dejo pasar, no avanzo nunca". Estas ideas, transmitidas de forma oral o por experiencia directa, forman parte de una cultura popular del tránsito, donde la solidaridad se percibe como una debilidad y la prisa como la gran virtud.
Antropólogos han señalado en diversas ocasiones que las expresiones culturales de violencia y desconfianza afectan la manera en que nos relacionamos en el espacio público. Y el tráfico no escapa de estas influencias: es, en muchos sentidos, un campo de batalla simbólico donde el respeto mutuo ha sido desplazado por el apuro y el recelo.
El congestionamiento vehicular no se resolverá solo con más calles o multas. Tampoco desaparecerá de la noche a la mañana. Pero sí podemos empezar a cambiar la forma en que lo enfrentamos, entendiendo que más allá de los autos, los semáforos y las direcciones, está la cultura con la que conducimos y el respeto con el que tratamos a los demás.
Porque al final, el tráfico somos todos. Y mientras no cambiemos nuestra manera de vivirlo, seguiremos atrapados, no solo en las calles… sino también en nuestra forma de ser.
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