“Es una muerte lenta”: la espera de una madre por el riñón de su hija

Doña América es madre de una paciente renal que, a causa de la pandemia, buscó tratamiento en el sector privado para evitar que su hija adquiriera COVID-19.

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Doña América y su hija Carla se transportan desde San Franisco Gotera hacia San Miguel, donde a Carla le parctican hemodiálisis una vez a la semana. / Foto EDH Yessica Hompanera

Por Yessica Hompanera

2020-10-04 8:40:11

Un absoluto silencio invade las calles de una colonia poco poblada en San Francisco Gotera, Morazán. Son las cuatro de la madrugada. América Orellana, de 55 años de edad, se prepara para acompañar a Carla, su hija de 27 años, a su tratamiento en San Miguel. Son 32 kilómetros que debe recorrer para cada hemodiálisis, pues es el lugar más cercano para hacerlo. El hospital y las clínicas de su localidad siempre remiten a los pacientes renales a los centros asistenciales con mayor nivel de atención.

“En los hospitales nacionales es bien difícil que se interesen por la salud de los pacientes renales. Nos ha tocado pagar cada hemodiálisis, que tiene un costo elevado, y muchas veces no podemos pagar. Es una vez a la semana y a veces hasta dos”, relata América y la angustia en su voz es evidente.

EN IMÁGENES: La dura lucha de Doña América por encontrar un donante de riñón para su hija en Morazán

“Calita”, como le dicen cariñosamente, es una joven inteligente, alegre y entusiasta. Cuando era niña adoraba las clases de matemática. Foto EDH/ Yessica Hompanera

Comida, medicinas y una botella de agua es lo único que llevan en sus carteras. Se abrigan. Un carro las espera frente a la casa para llevarlas. El recorrido dura 45 minutos, por lo que aprovechan para descansar y dormir un poco más. La lucha de América no solo se centra en las hemodiálisis, sino en la búsqueda de un riñón compatible con el tipo de sangre de su hija, ORH+.

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La Asociación de Trasplantados Renales de El Salvador (ATRES), reporta hasta 2019, un aproximado de 5,800 personas con Insuficiencia Renal Crónica (IRC), a nivel nacional. De ellos, unos 3,200 son atendidos en el Instituto Salvadoreño del Seguro Social (ISSS) y 2,600 en la red de hospitales públicos.

Carla se siente feliz cada vez que va a su tratamiento, ya que el trato del personal de salud en la clínica la hace sentirse especial y con mejor ánimo. Foto EDH/ Yessica Hompanera

Laura Miranda, miembro de dicha asociación, dice que un paciente que recibe un trasplante de riñón puede alcanzar una vida estable que le permita desarrollarse con normalidad, en comparación a cuando se atraviesa por un proceso de hemodiálisis.

Carla disfruta ir a la clínica. Su madre observa la alegría que le provoca ver cómo las enfermeras y el doctor a cargo se preocupan por su salud. Ahí también hay otras personas que, al igual que ella, desean sanar. “Cuando vine la primera vez (a hemodiálisis) sentí mucho miedo. La sensación era extraña porque la sangre salía de mi cuerpo. Mi mamá se preocupa por mí y siento que todo esto valdrá la pena cuando esté sana”, dice esperanzada.

Ante esta posibilidad, América guarda sus esperanzas en que su hija pueda cumplir ese sueño. Sin embargo, a medida que pasa el tiempo, las posibilidades de sobrevivir disminuyen. “Se puede confiar que con hemodiálisis ella pueda continuar, pero no es lo que uno desea para alguien que quiere tanto”, expresa la madre de Carla. “Me he sentido derrumbada por momentos, pero la fortaleza de la mano de Dios nos ayuda a levantarnos para seguir adelante y encontrarle un riñón”, explica.

La larga espera

Los 45 minutos pasaron, ya en la clínica, ambas cruzan un pasillo estrecho, que las lleva hasta una sala. Ellas son las segundas en llegar. “¡Milagro que está vacío!”, exclama Carla, en tanto se coloca la bata para entrar a la sala de terapias.

Esos minutos de espera no es igual a los meses e incluso años que un paciente renal pueda esperar para tener un riñón sano. Un donante debe de cumplir estos requisitos: tener una edad de entre 25 a 50, no presentar ningún tipo de enfermedad, salud mental y amor al prójimo. “Un paciente puede pasar toda su vida en hemodiálisis porque no encuentran un órgano compatible. Hay otros que tienen más suerte y lo encuentran en su núcleo familiar”, explica Miranda.

América es amorosa y trata de darle todo el apoyo incondicional que su hija necesita en cada momento. Foto EDH/ Yessica Hompanera

Las enfermeras de la clínica le quitan el vendaje y descubren un catéter, ese recordatorio constante, que sirve como conexión entre la vena yugular y la máquina. Una vez que el aparato se enciende, comienza la limpieza de las sustancias tóxicas en la sangre, esas que quedaron retenidas en el cuerpo de Carla a causa de la enfermedad. “Es una muerte lenta que nos cambió la vida”, esas son las duras palabras de América.

Carla no tiene empleo, a pesar de sus estudios en gastronomía y una especialización en turismo, no consigue un trabajo que le permita obtener ingresos y aportar para los gastos de su hogar. Tuvo uno, hace un tiempo, como niñera, por el que ganaba menos del mínimo y que tuvo que dejar para someterse a las duras terapias de la hemodiálisis.

“Mi idea es que pueda tener mi riñón para poder alejarme de las hemodiálisis y tener una vida normal. No estar sujeta a una máquina o a tratamientos que me limiten”, señala la joven paciente. El 4 de junio de 2020 la Asamblea Legislativa aprobó con 75 votos a favor la Ley Especial de Donación y Trasplante de Órganos, Tejidos y Células que tiene por objetivo abrir la puerta a que pacientes puedan tener un órgano sano de un cadáver.

La madre se muestra esperanzada con este paso legislativo, sin embargo, hasta el momento el Instituto Salvadoreño del Seguro Social (ISSS) es el único que tiene la capacidad instalada para realizar este tipo de procesos de forma gratuita a comparación de la red pública. La jefa de servicios de nefrología del ISSS, Ana Colorado, explica que hasta la fecha se atienden a 2,000 pacientes renales y se invierte un aproximado de $18 millones de dólares para realizar trasplantes.

Despido y mucho que pagar

América es secretaria municipal desde hace 25 años y logró trabajar en diferentes alcaldías de Morazán. Con ese trabajo alimentó y pagó la educación a sus tres hijas. Además de solventar los costosos gastos requeridos para garantizar la salud de Carla; pero una tarde, sin justificación alguna, fue despedida.

Carla fue diagnosticada de insuficiencia renal crónica (IRC) después de los resultados de los exámenes rutinarios en el año 2013. Desde ese entonces su madre ha estado al cuidado de la enfermedad. Foto EDH/ Yessica Hompanera

Fue como un balde de agua fría. En poco tiempo, el dinero para suplir los gastos, tanto médicos como de servicios básicos, se desvaneció. Las hemodiálisis de su hija comenzaron en julio y van 13, hasta agosto, a un costo de $115, cada una. Esto equivale a $1,495 en poco menos de dos meses, cantidad que se suma a dos transfusiones de sangre que costaron $270.

“Este dinero me lo gano en ocho meses de trabajo como secretaria. He costeado muchos de los tratamientos de mis ahorros. Del dinero para la universidad de mi hija más pequeña, que está en octavo grado”, dice América. “Las cuotas de la escuela, pago de servicios y préstamos bancarios son una pesadilla que parece no acabar”, relata, desesperada y espera una respuesta favorable a su caso de despido, que ya se encuentra en los tribunales.

Seguramente, esas ideas: los gastos, la enfermedad de su hija, el estudio de su hija menor, van y vienen por los pasillos de la mente de América, durante las cuatro horas que espera, en la sala del hospital, a que concluya la hemodiálisis. Ella relata que descubrieron la enfermedad de Carla durante un examen de rutina en el Hospital Nacional Psiquiátrico “Dr. José Molina Martínez”, en Soyapango.

Para entonces, su hija estudiaba artes plásticas en la Universidad de El Salvador (UES), de San Salvador, pero decidió dejarlo para estudiar gastronomía en San Miguel, mucho más cerca del resto de su familia.

América buscó alternativas a la medicina tradicional con la intención de ganar más tiempo antes de pensar en una hemodiálisis. No fue hasta en febrero de 2020 que, durante una visita al médico, le advirtieron del deterioro de los riñones de su hija. En plena pandemia por el COVID-19, y con los hospitales nacionales desbordados de casos por el virus, América decidió llevar a Carla a una clínica privada para evitar un posible contagio y que esto atacara su débil sistema inmunológico.

A pesar de las adversidades, madre e hija no pierden las esperanzas de salir adelante juntas. “Ojalá pueda encontrar un riñón para estar bien”, expresa Carla y, a su lado, la máquina lleva y trae sangre de su cuerpo para limpiarla.
Ambas confían en que vendrán mejores días y que este solo sea un episodio corto para seguir con una vida más estable. Si usted desea ayudar, puede comunicarse con América Orellana puede llamar al 7948 4636.