Durante las últimas dos décadas, Novak Djokovic ha convertido la cancha central de Melbourne Park en su trono. En esa emblemática superficie azul, ha doblegado a todo tipo de rivales: desde las leyendas Roger Federer, Rafael Nadal y Andy Murray, hasta la nueva generación de talentos como Carlos Alcaraz, Dominic Thiem, Daniil Medvedev y Stefanos Tsitsipas…
Con 10 títulos en el Abierto de Australia, Djokovic ha demostrado una supremacía inigualable. Pero ahora, a los 37 años, enfrenta al único oponente que nadie ha vencido jamás: el tiempo.
Juan Soto, un contrato histórico que marca una nueva era
La Edad, ese enemigo implacable, es el verdugo final de todos los grandes, y Djokovic no será la excepción. Su resistencia y longevidad han desafiado las normas del deporte, pero incluso él sabe que su cuerpo eventualmente dirá basta. La pregunta es cuándo llegará ese momento.
Hace un año, Djokovic sufrió una de las derrotas más dolorosas de su carrera en Australia, cayendo en semifinales ante Jannik Sinner, quien luego se coronaría campeón. La narrativa inmediata fue clara: ¿había llegado el principio del fin? Sin embargo, Djokovic silenció las dudas con actuaciones épicas. Volvió a la cima tras una cirugía de rodilla, llegando a la final de Wimbledon y conquistando la medalla de oro olímpica en París al vencer al joven fenómeno Carlos Alcaraz.

Esto no es nuevo para Djokovic. Una y otra vez ha desmentido los análisis que predicen su declive. Pero por mucho que lo desafíe, el tiempo no es un rival que se pueda derrotar para siempre. Cuando ese momento llegue, será como una tormenta repentina, inevitable y devastadora. Pregúntenle a Roger Federer, a Rafael Nadal o a Andy Murray, ambos testigos de cómo sus carreras se tambalearon abruptamente.
Hoy, Djokovic sigue siendo un aspirante legítimo a cualquier título que dispute. Su dominio posterior a los 35 años es un testimonio de su excepcionalidad, cuatro títulos de Grand Slam, seis finales mayores, dos campeonatos de las Finales ATP y semanas como número uno del mundo. Si su carrera hubiera comenzado a los 35 años, sería el jugador más condecorado del circuito profesional actual.
Australia, sin embargo, ha tenido una relación agridulce con Djokovic. Fue en Melbourne donde inició su leyenda en 2008, ganando su primer Grand Slam. Desde entonces, ha sumado nueve títulos más en ese torneo, pero nunca alcanzó el cariño que el público profesó a Federer o Nadal. Su deportación en 2021 por incumplir las normas de entrada durante la pandemia de COVID-19 solo profundizó esa desconexión.

Y, aun así, el tenis no sería lo mismo sin Djokovic. Su presencia eleva el deporte a un nivel incomparable, y es probable que nunca veamos a alguien como él nuevamente. Por eso, en lugar de intentar predecir cuándo llegará su ocaso, deberíamos disfrutar y celebrar cada triunfo mientras dure. Porque si algo nos ha enseñado Djokovic es que, mientras siga en la cancha, el límite lo dicta él y solo él.
Quizás estos sean sus últimos capítulos en suelo australiano, tal vez no. Pero, por ahora, su legado sigue escribiéndose, punto a punto, como un testimonio viviente de lo que significa ser inmortal en el deporte, incluso cuando el tiempo intenta arrebatarte la corona.