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Columna Transversal: El paso de Juan por el infierno

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Por Paolo Luers
Periodista
Escucha esta columna en voz de su autor.

Uno piensa que todo está dicho luego de 10 meses de régimen de excepción y 10 meses de denuncias y testimonios sobre las detenciones arbitrarias y las condiciones inhumanas en las cárceles. No es así. Cada relato que he escuchado de jóvenes salvadoreños, quienes lograron salir de este infierno, conmueve con nuevos detalles. En ellos, en los detalles, está la esencia de las tragedias.

Recientemente hablé largamente con un joven que pasó ocho meses en Mariona. Salió libre, no de la acusación, pero sí de la detención ‘preventiva’. Y no se libró por la labor de defensa del abogado, que le fue asignado por la Procuraduría General. Esta ‘defensa’ fue entre deficiente, negligente y no existente. Salió de Mariona por la suerte de que su empleador tuvo acceso a un alto funcionario del gobierno y logró convencerlo de que interviniera. Hay que tener acceso a uno de los culpables de la injusticia para sobrevivirla…

Llamémosle Juan, un nombre tan usual como la mala suerte que tienen en común miles de jóvenes de vecindarios pobres. Juan fue detenido porque una patrulla necesitaba ‘cumplir la cuota’. Estaba en camino a su trabajo. No tenía antecedentes. No tiene tatuajes. Llevaba una carta de su empleador. Los policías la hicieron pedazos y la botaron. Uno de los agentes conoce a Juan, porque viven en el mismo vecindario. Dijo a los demás: “Este bicho no debe nada, no tiene nada que ver con pandillas, yo lo conozco”. Le contestaron: “No jodás, no importa, necesitamos cumplir la cuota. Lo vamos a llevar”. El ‘bicho’ escuchó esto y otras pláticas sobre ‘la cuota’, porque durante horas estuvo sentado en el vehículo con los agentes, observando cómo detuvieron a otros ‘bichos’, hasta que uno de los agentes dijo: “Ya estuvo, ya tenemos ‘la cuota’, tres para vos, tres para mí y cuatro para el jefe”. En la delegación, todos estos ‘bichos’, que por primera vez se vieron ese día, fueron acusados de formar una ‘asociación ilícita’.

Al día siguiente estaba en Mariona. “En un largo pasillo pasamos por una valla de custodios que nos golpearon y gritaron: ¡Bienvenidos, hijos de p…!” Luego le pasó, día por día, noche por noche, todo lo que ya sabemos de otros testimonios publicados y lo que en El Salvador, lamentablemente, ya parece ‘normal’: celdas hacinadas, a las cuales les tiran gas lacrimógeno; comida incomible; diariamente insultos, golpizas y amenazas; muertos a puros golpes, sin ninguna investigación posterior. Cero contacto con abogados. Cero información sobre su acusación. “Lo único que me dijeron fue que de ahí nunca saldría…”

Cuando salió libre, se enteró que su familia y su empleador le habían mandado numerosos paquetes con ropa, comida, utensilios de limpieza, cada uno con valor entre $150 y $250. Nada le llegó. Se comentaba en Mariona que ahí había una megabodega con todas las cosas que las familias mandaron. ¿Otro negocio de Osiris Luna? Multipliquen los 60 mil detenidos con el valor de los paquetes familiares. ¿Cuántos millones salen?

A los dos meses, separaron a los cientos de detenidos y pusieron a ‘mareros’ y ‘civiles’ en diferentes secciones. Juan era ‘civil’, o sea, las mismas autoridades reconocieron que no era pandillero. Pero siguió preso 6 meses más. También había quienes ya tenían meses de tener la carta de libertad firmada por un juez y siguieron en Mariona. Quien reclamaba, recibió golpizas extra. “Aquí los que deciden no son los jueces, sino nosotros”, dijeron los custodios, riéndose.

Cuando Juan estaba de regreso en su casa, su familia observó que a veces se quedaba durante horas sentado, mirando al piso, sin palabras, sin moverse. Le preguntaron qué le pasaba. “Costumbre. Así pasé mis días, haciéndome invisible, sin pensar en nada, fue mi manera de no volverme loco”, explicó a su madre. A mí me dijo: “Todavía a veces caigo en este hoyo…” Lo que le llevaba al borde de la locura es el hecho de que no había nada que hacer. Pasaron meses sin salir de la celda, luego había un mes que los sacaron por 10 minutos cada semana a un patio, luego otros meses sin ver el cielo y el sol.

“¿Hubo violencia entre los detenidos? Porque las autoridades dicen que los muertos son víctimas de pleitos entre los internos?” – “Nunca vi violencia entre nosotros, ni en la celda nuestra, ni en otras vecinas. Hubo mucha solidaridad y apoyo para los más débiles. La única violencia que hubo vino de los custodios, día y noche y sin nada que lo provocara”.

“Y los de Derechos Humanos, ¿no llegaron a verlos?” – “Una vez. Pero nadie les dijo nada, porque antes los custodios nos advirtieron que iban a joder a quienes abrieran la boca”.

Ahora Juan busca a un abogado defensor para el juicio que tendrá que enfrentar por ‘asociación ilícita’. No quiere seguir dependiendo de los defensores públicos de la Procuraduría. Luego de su captura, su familia y su empleador habían reunido un paquete de documentos para comprobar el arraigo familiar, laboral y social de Juan. Luego se dieron cuenta que nunca fueron presentados al juez. Se ‘perdieron’ en la Procuraduría. Tal vez hubieran evitado que el juez lo mandara a Mariona…

Juan no se atreve a acercarse a su casa, donde los policías ya preguntaron por él. Vive y se mueve con medidas de seguridad, como si fuera el ‘terrorista’ que el gobierno declara que es. Toda su familia vive con el mismo miedo. Juan tiene que presentarse al juicio, porque no tiene otra opción. Su audiencia será como las otras que ya vimos: con 150 acusados, sin ninguna individualización de los casos. Sin ninguna confianza en la justicia.

Lo terrible de todos estos relatos es que nos acostumbran a la sistemática y masiva violación de los derechos humanos bajo un estado de excepción permanete. No es fácil indignarse todos los días de nuevo, y más aún, tomar acciones contra la injusticia.

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