"Le debo la vida de mi hija a la Virgen de Guadalupe", la historia de fe de Blanca Cubillas
Desde hace más de tres décadas, Blanca Cubillas sirve en la Basílica Virgen de Guadalupe, en Antiguo Cuscatlán. A sus 67 años, acompaña a miles de feligreses que llegan a agradecer milagros, los mismos que marcaron su vida y la de su familia.
Por
Leidy Puente
Publicado el 12 de diciembre de 2025
Blanca Lidia Cubillas sirve cada 12 de diciembre en la Basílica Virgen de Guadalupe, en Antiguo Cuscatlán, recibiendo y ordenando las flores que miles de fieles llevan al altar. Su devoción viene desde la niñez y se volvió promesa tras un milagro: en 1994 su hija sobrevivió a un grave atropello. Desde entonces, Blanca eligió quedarse del lado del servicio. A sus 67 años, sigue activa en distintos ministerios y convoca a vos a participar de las celebraciones guadalupanas, un encuentro de fe, gratitud y tradición que une generaciones en El Salvador, locales y extranjeras durante la fiesta patronal anual.
Entre las filas interminables de fieles que avanzan con rosas en la mano hacia el altar de la Virgen de Guadalupe, hay una mujer que no se mueve del lugar. No porque no tenga una promesa que cumplir, sino porque su promesa es quedarse. Su nombre es Blanca Lidia Cubillas y este 12 de diciembre vuelve a estar, como cada año, del lado del servicio.
“Yo ahorita estoy encargada de recibir las flores”, cuenta con voz tranquila. “Tenemos un equipo, las recibimos, las organizamos por colores y las colocamos ante ella”. Cada rosa que llega pasa primero por sus manos, manos que han aprendido a agradecer incluso en silencio.
Blanca se congrega en la Basílica Virgen de Guadalupe, en Antiguo Cuscatlán, desde 1993. No sabe decir con exactitud cuántos años lleva recibiendo flores, pero recuerda que empezó antes de la pandemia por Covid-19, en el 2020. Antes de eso, su servicio fue igual de constante, solo que en otros espacios de la basílica.
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“He estado en velas, en flores, en el ministerio de niños como catequista, en liturgia, como lectora, como monitora… también soy parte del coro general; en la noche cantamos”, enumera. Hoy, dice, está “como servidora”, una frase que repite sin darse cuenta de que en La Ceiba esa sencillez es lo que más pesa.

Una devoción que viene desde la niñez
Tiene 67 años y asegura que, desde que era niña, la festividad de la Virgen de Guadalupe ya era parte de su vida. “Desde pequeña recuerdo estas celebraciones”, dice. La basílica, explica, tiene más de 100 años, y desde su inauguración ha sido uno de los centros de devoción más importantes del país.
Cada 12 de diciembre, la escena se repite y se agranda. “Son miles de personas, es imposible contarlas”, comenta. “Las filas se hacen larguísimas. Vienen desde lejos a ofrecerle su vida a nuestra Madre y a agradecerle por tantos milagros que ella ha hecho”.
Blanca ha visto pasar generaciones enteras frente al altar. Niños que llegan en brazos y regresan años después caminando solos. Familias que vuelven cada diciembre con nuevas historias. Y aunque dice que ha escuchado miles de agradecimientos, cuando se le pregunta por el suyo, la respuesta llega sin rodeos.

“Le debo la vida de mi hija”
El momento que marcó su fe ocurrió en 1994. Su hija fue atropellada de gravedad. “Su cabeza quedó lacerada. Los médicos no me daban esperanza, no me daban vida”, recuerda. Fueron días de angustia, de hospital, de rezos constantes.
“Ese día ella iba cantándole a la Virgen”, dice. Pasaron 20 días internadas. Al cumplirse ese tiempo, le entregaron a su hija. Un mes después, al regresar al hospital para control médico, los doctores no ocultaron su sorpresa. “Casi lloraron y dijeron que era un milagro que ella estuviera viva”.
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Desde entonces, Blanca no volvió a ser la misma. “Ahí le dije a la Virgen: ‘Madre, yo sé que sos mi madre y la madre de mis hijos’. Y aquí estoy para servirte”.
Años después, en 2016, otro episodio reforzó esa promesa. Blanca sufrió un desprendimiento de retina y perdió casi el 50 % de la visión en un ojo. Fue operada y hoy agradece poder ver con normalidad. “Gracias a Dios y gracias a ella, estoy bien”, afirma.
A la fecha, Blanca suele llegar sola a la basílica. Sus hijos trabajan y sus horarios son exigentes. “Antes venían conmigo, ahora ya no pueden por el trabajo, pero yo sigo”, dice con una convicción serena.

Mientras habla, continúa recibiendo flores. A su alrededor, el altar se llena de rosas blancas, rojas y rosadas. Cada una representa una historia distinta, una petición, una promesa cumplida.
Para Blanca, este día no termina con la colocación de las ofrendas. También es una invitación abierta. “Todavía hay tiempo de venir a venerarla”, dice, mientras repasa la programación del día: misas durante la tarde, el rezo de la coronilla, la solemne eucaristía en el atrio y las actividades que continuarán durante el fin de semana, hasta el cierre de las fiestas patronales.
Ella seguirá ahí. Recibiendo flores. Ordenándolas con cuidado. Colocándolas frente a la imagen que, asegura, le devolvió a su hija, le devolvió la vista y le dio una misión clara.
“Le debo la vida de mi hija a la Virgen de Guadalupe”, repite. Y en La Ceiba, en el día más grande de la Guadalupana, esa frase basta para contar toda una historia de fe.

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