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En jaque: el peso del miedo en el corazón de las comunidades migrantes

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Por César Ríos
Publicado el 20 de junio de 2025


Como trabajador constante en migración, he pasado más de 15 años trabajando codo a codo con quienes cruzan fronteras en busca de un futuro digno, poblaciones deportadas, como olvidar la administración Obama. En ese tiempo, he recogido cientos de relatos sobre persecución, xenofobia y violencia. Lo que veo hoy marca un quiebre: el miedo ha dejado de ser una emoción pasajera para convertirse en un estado crónico que carcome la cotidianidad de miles de familias.  

Desde el principio de mi labor, advertí la “hiperalerta” en los espacios comunitarios: una energía tensa que estalla al primer sonido de sirenas o al paso de un patrullero. Con el paso de los años, ese estado de vigilancia permanente se ha agudizado al nivel de impedir el descanso. Muchos migrantes me confiesan que duermen como se dice con un ojo abierto y el otro cerrado, pendientes de cualquier ruido que anuncie una redada o una agresión. El hogar, antaño refugio, se transforma en un escenario de precauciones: puertas doblemente cerradas, ventanas entreabiertas para escuchar la calle y planes de huida por si irrumpen las autoridades.  

He constatado también la raíz psicológica de esta tensión: un desgaste emocional que trasciende la ansiedad y adquiere rasgos de trauma complejo. La exposición continua a insultos, amenazas y discriminación genera memorias persistentes que se reactivan en forma de pesadillas, hipervigilancia y agotamiento crónico. Con frecuencia, las personas migrantes internalizan las agresiones—“¿acaso merezco este trato?”—y terminan asumiendo un estigma que mina su autoestima y la posibilidad de sentirse parte de la sociedad.  

Ese peso psicológico se traduce en decisiones concretas: evitar denunciar un abuso laboral, renunciar a reclamar prestaciones médicas o desechar oportunidades educativas. Durante mis visitas a refugios y centros de apoyo, he visto a padres posponer tratamientos de salud de sus hijos por temor a trámites migratorios, y a jóvenes abandonar carreras técnicas por miedo a exponer su estatus. La autocensura y el autoaislamiento se convierten en estrategias de supervivencia, pero amplían la brecha de invisibilidad y refuerzan la idea de que el migrante debe mantenerse al margen.  

Entre las historias más desgarradoras, he encontrado familias que prefieren contemplar la auto-deportación: “Mejor sufrir en nuestro país y cerca de los nuestros, que vivir en un lugar que cada día se siente más extraño”, confiesan padres que valoran la dignidad del entorno familiar por encima de la promesa de estabilidad económica. Ese deseo de regresar, incluso sin garantías, revela el extremo de la desesperanza: la patria, por imperfecta que sea, se convierte en el último refugio de identidad y consuelo.  

El efecto más doloroso lo percibo en las nuevas generaciones: niños que llegan al aula con el pulso acelerado al notar un uniforme o un distintivo policial, adolescentes que evitan levantarse ante la autoridad por si eso despierta sospechas. Entre los adultos, el desgaste se materializa en crisis de identidad: la urgencia de proteger a la familia choca con la convicción de no pertenecer, y muchos veteranos migrantes caen en la nostalgia paralizante de un país idealizado.  

Reconocer este clima de miedo crónico es el primer paso para elaborar respuestas efectivas. La solución no puede limitarse a regular papeles: es imprescindible diseñar políticas públicas integrales que incluyan asesoría legal accesible, apoyo psicosocial permanente (una invitación a nuestro servicio consular). Solo así podremos reconstruir la confianza, devolver la sensación de seguridad y restituir la dignidad arrebatada por años de hostigamiento. Sin esa mirada integral, la persecución migratoria no solo continuará cobrando vidas, sino que terminará por destruir el tejido emocional de quienes, pese a todo, se atreven a soñar.  

Director AAMES Asociación Agenda Migrante El Salvador

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