En la caravana viajan salvadoreños sin un centavo en la bolsa

La pobreza es una de las razones más comunes entre los migrantes salvadoreños que viajan en la segunda caravana hacia Estados Unidos.

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Foto EDH/Lissette Lemus

Por Marvin Romero

2018-11-04 11:10:50

Un hombre de 23 años, que por seguridad prefiere identificarse únicamente como Martínez, caminaba con un grupo de salvadoreños que se organizaba para pagar un autobús y ganar algunos kilómetros en la ruta.

El costo del transporte era de 60 quetzales por persona. Martínez no cargaba un solo centavo en su bolsillo. “No llevo nada, todo se lo dejé a mi abuela”, dijo con una mezcla entre temor y vergüenza.

“No tenga pena”, dice, y de inmediato una voz entre el grupo sugiere “reunir algo de plata para el compañero”, todos están de acuerdo y en minutos le entregan 30 dólares a Martínez.

Él es un hombre que, en El salvador, trabaja de lo que puede. Vive con sus abuelos, a quienes no les dijo nada cuando se fue para no preocuparlos. “Les voy a avisar cuando ya esté en México”, dice, como tratando de convencerse a sí mismo. Es reservado en sus palabras, no platica con cualquiera. Es el más alto de todos los que lo acompañan, algo aí como un guardián, siempre va detrás de ellos, como si los cuidara.

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El mayor del grupo aparenta ser el más experimentado y lo acompaña a cambiar dólares por quetzales. “Los cambistas” hacen la transacción entre 6 y 7.50 por dólar, depende del humor de cada uno se lo cambian en 7. Con dinero en mano, Martínez comienza a caminar detrás de sus “camaradas”.

Sin la preocupación de los bolsillos vacíos, el hombre se relaja y la timidez de sus primeras palabaras se transformó en una elocuencia casi irreconocible. “El Gobierno le vende a uno que le van a cumplir y a la hora de las horas no cumplen nada y por eso aquí estoy”, relata mientras camina. “En El Salvador, los ricos están contados y a los pobres ya no nos pueden contar, de tantos que somos”, dice en tono de reclamo. “Si nos venimos algunos, nadie lo nota”, añade, una vez más, como tratando de convencerse a sí mismo.

“Si uno va a un lugar en donde son contrarios, te matan”, añade y cambia de tema a la disputa de pandillas y la violencia en El Salvador. Hace referencia a los peligros de cruzar a territorio de una pandilla contraria y lo compara con los riesgos de cruzar por los países en la ruta hacia Estados Unidos. “En los dos lados me pueden matar”, asegura, esta vez como restando importancia. Fue justamente esa violencia, a la que se refiere, la que obligó a la expareja de Martínez a migrar a Estados Unidos junto a sus tres hijos. Él no los ve desde hace más de un año y son, de cierta forma, la razón de mayor peso para su viaje.

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“Quiero comenzar de nuevo, quiero empezar de cero”, expresa y recuerda a su abuela. Es evidente que le pesa el no haberle dicho que se iba, pero constantemente intenta convencerse que ha hecho lo correcto. Ella cree que Martínez se encuentra trabajando lejos, pero siempre en El Salvador. “Este viaje lo hacemos por obligación y por necesidad, no crea que es gusto de uno andar aquí”, añade y comienza acontar el dinero para el pasaje del autobús que ya enciende sus motores. “Yo quisera regresarme y ganas no me faltan, pero ¿qué voy a ir a hacer allá?”, dice y no queda claro quién debe contestar esa pregunta, incluso sus compañeros de viaje se miran con cierta incertidumbre en el rostro.

Martínez viste ropa vieja desgastada, en los hombros lleva una mochila que seguramente no resistirá todo el viaje y calza unos zapatos a los que ya no les quedan los pasos necesarios para llegar hasta la frontera con Estados Unidos. Aunque hace un calor desesperante, él lleva una chamarra amarrada en la cintura. “Es para el frío del norte”, dice y se la ajusta más. “Mire, nosotros somos trabajadores, no haraganes como dicen en El Salvador, no nos vamos por eso”, dice y acelera el paso. Se despide con un gesto y se sube al autobús que ahora ya puede pagar.