Los chistes y los frijolitos volteados que unieron a los Chacón y a san Romero

Los Chacón aún ríen al recordar el chiste que monseñor Romero les contó, en una de sus tantas conversaciones.

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Foto EDH/Ricardo Flores

Por Gadiel Castillo

2018-10-06 10:10:31

Leonor Chacón, a sus 80 años, recuerda cada momento vivido con el salvadoreño que será proclamado santo, para ella es una bendición haber acogido en su hogar a una persona tan bondadosa, incluso hace la comparación de cuando Jesús visitaba a María y a Martha, “así nos sentíamos nosotros con Monseñor”.

“Esta casa es mi oasis, a mí me dan ganas hasta de quitarme los zapatos, esta es mi Betania, es mi segunda casa, ustedes son mi familia”, fue la frase que monseñor Romero dijo muchas veces a la familia Chacón, durante sus 17 años de amistad.

Leonor cuenta que Romero llegaba sin avisar y se volvía chistoso pues se asomaba a la puerta, sacaba la cabeza y siempre hacía la misma pregunta: ¿se puede o no se puede?, siempre se podía, para el grupo era una alegría que llegara a casa.

En el hogar de los Chacón aquellas visitas hoy se recuerdan como cenas en familia, como conversaciones de cualquier tema. Se sentaban frente al televisor a ver novelas y sobre todo a contar chistes “gozaba porque mi papá y mi hermana le contaban chistes”, manifiesta.

Leonor Chacón, la Niña Noy, como es conocida por muchos personas, cuenta que monseñor llegó a la vida de la familia por su esposo Raúl Romero (el apellido es pura coincidencia) pues fue acólito de monseñor.

A meses de contraer matrimonio, Leonor decide escribirle una carta a monseñor Romero pidiéndole si les concedía el honor de casarlos. El sacerdote aceptó.

Leonor y Raúl se casaron el 9 de noviembre de 1963. El padre Romero viajó desde San Miguel a Santa Tecla para celebrar la boda. La ceremonia fue en la iglesia de la colonia Las Delicias; la fiesta en casa de los Chacón.

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“Fue una boda sencilla y nos regresamos a la casa a gozar del banquete que mi mamá nos había preparado. Él se vino a comer y estuvo chistando bien alegre. Desde que vino se encariñó con nosotros, como que ya nos conocía”, dice Leonor.

Por la tarde de ese día, Romero les dijo que se preparan porque los iba a llevar a su luna de miel “teníamos otros planes pero cómo lo íbamos a despreciar, nos llevó en su carrito hasta San Miguel a un hotel y dijo en recepción: les traigo esta parejita que se ha casado ahora y la estancia corre a cuenta mía” a.

Leonor asegura que ahí fue donde comenzó esa “bendita amistad”, después de eso Romero llegaba cada mes a casa; cuando estaba en Santiago de María lo hacía más seguido y cuando estaba en San Salvador venía cada semana a cenar y compartir con la familia.

“Todo lo que preparábamos aquí le encantaba, pero la preferencia de él eran los frijolitos volteados”, manifiesta Leonor.

Confiesa que una de las cosas que más le gustaban al, entonces, padre Romero era que le contaran chistes; pero doña Carmen, la matriarca del grupo, se molestaba.

Pero el padre Romero tenía su repertorio y tras un viaje a México trajo un chiste que hasta ahora Leonor ríe a carcajadas.

“En un convento de monjas pasaba que en las noches desaparecía de la refrigeradora toda la comida, y no sabían quién se la llevaba. Cansada de los hurtos, la madre superiora decidió escarmentar a la culpable. Para ello, se cubrió el rostro, se puso unos cachos de un venado en la cabeza y se escondió detrás de una cortina en el cuarto donde estaba la refrigeradora. Así, pensó, la monjita ladrona se daría cuenta de que el diablo mismo era el que la estaba tentando. En la madrugada, cuando llegó la monjita, la madre superiora salió de la cortina con los cachos, se acercó silenciosa, y le dijo al oído: ‘soy el diablo’. La monjita se sobresaltó, pero rápido dio media vuelta y le respondió: ‘Ufff, menos mal, pensé que era la madre superiora’”.

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Entre muchas visitas, chistes y pláticas, transcurrieron los años.

El día que asesinaron a monseñor, Raúl fue a la iglesia El Carmen en Santa Tecla y le preguntó a monseñor si iría a visitar a la familia, como de costumbre. Romero le contestó que no podría porque debía ir a confesarse y luego a celebrar misa en la parroquia Divina Providencia.

“Me los saludas a todos dijo. A mi hijo mayor solo le dijo te portas bien”, recuerda.

Carmen escuchó el recado y dijo “Ah, pues cuando está por Santa Tecla siempre viene a cenar”. Monseñor Romero nunca les avisaba de sus visitas, pero Carmen había aprendido que solían coincidir con sus viajes a Santa Tecla.

Sin dudarlo, ordenó preparar la mesa y se puso a cocinar frijoles volteados, a la espera de que en cualquier momento alguien se asomara por la puerta e hiciera la misma pregunta retórica: ¿se puede o no se puede?

Sin embargo esa pregunta no llegó más. Romero fue asesinado esa misma tarde en la iglesia donde oficiaba misa.

Los años han transcurrido y ahora dicen sentirse bendecidos por Dios que les regaló tan bonita amistad, aseguran que el legado de Romero la ha llevado a comprometerse más debido al modo de vida que llevaba.

“Siendo amiga de un santo tengo que comportarme correctamente para que sea digna de la amistad de un santo”, enfatiza.