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Las lecciones del caso de los venezolanos en el Cecot

Hechos como estos, tan a la vista de todos, pueden traer consecuencias legales a futuro, sin que valgan coartadas o eufemismos como que el país “solo da alojamiento carcelario”.

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Por El Diario de Hoy
Publicado el 23 de julio de 2025


Dos días después de que Walter Márquez, presidente de la oenegé venezolana Fundación Amparo, elevara su voz advirtiendo que  la «desaparición forzada» es «un crimen de lesa humanidad que da pie a un enjuiciamiento internacional», 252 venezolanos deportados en marzo a El Salvador fueron repatriados a Caracas.

Aunque algunos pensarán que este capítulo queda completamente cerrado y las autoridades salvadoreñas han comenzado a ponerse las medallas, parece que el mundo no olvidará fácilmente cómo estas personas fueron deportadas a un país que no era el suyo, se les incomunicó por cuatro meses en el gulag del Cecot y, sin mostrar pruebas, les acusó de pertenecer a un grupo criminal, cuando los que tenían antecedentes penales eran la minoría.

La organización humanitaria Cristosal logró identificar a 152 de los venezolanos deportados y comprobar que el 90% no tenían antecedentes penales, según sus familiares.

Pese a ello fueron mantenidos “en un hoyo negro jurídico, en el limbo”, aseguró en su momento René Valiente en las oficinas de Cristosal, mientras que autoridades de ambos países se responsabilizaban mutuamente de la suerte de los deportados como en un juego de ping pong.

Los abogados denunciaron que no tenían derecho a llamarlos ni a visitarlos, ni pruebas de que estuvieran vivos, ni siquiera una lista oficial de nombres, además de que la Corte no respondió a más de 70 solicitudes de exhibición personal (habeas corpus) que fueron interpuestas.

Al gobierno no le será fácil desvirtuar estos hechos y las denuncias de los propios  venezolanos de que fueron víctimas de agresiones y abusos de sus captores en la cárcel, algo que Estados Unidos habría pedido que no ocurriera para evitar que la administración Trump fuera demandada posteriormente.

El régimen de Maduro, que no tiene ninguna autoridad moral para cuestionar a otros, alegó que algunos de los deportados fueron sometidos a diversas formas de abuso en la prisión salvadoreña, y uno de ellos incluso perdió un riñón debido a “las palizas que le dieron”.

Además hubo otros hechos conexos: la abogada Ruth López, jefa anticorrupción de Cristosal, trabajaba para orientar legalmente a las familias de los venezolanos cuando fue detenida el 18 de mayo, acusada de presunto enriquecimiento ilícito por la fiscalía.

Un estigma y la fama irrenunciable de carceleros

Aunque personeros del gobierno han comenzado a reivindicar el canje de los venezolanos por diez estadounidenses que estaban presos en Venezuela, El Salvador ya no se quita la marca de que retuvo a este grupo de extranjeros sin que mediare la orden de un tribunal y sin que se les respetaran sus derechos humanos, como han denunciados sus familias y abogados.

Hechos como estos, tan a la vista de todos, pueden traer consecuencias legales a futuro, sin que valgan coartadas o eufemismos como que el país “solo da alojamiento carcelario”.

“Hechor y consentidor pagan la misma pena”, enseña la sabiduría popular, y ante hechos serios como estos no se pueden alegar “tratados” ni “contratos” ni los seis millones de dólares que supuestamente se pagan al mes, simplemente porque esa clase de castigos medievales no debió permitirse, son un estigma y una vergüenza.

«Buscamos documentar la grave violación de derechos humanos, dejar un registro. Estamos agotando las vías nacionales», un paso indispensable para acudir a instancias internacionales, destacó el abogado René Valiente, citado por la agencia AFP.

Está claro que episodios como estos no deben repetirse. Un país civilizado no debe prestarse a ser escenario de graves violaciones a los derechos humanos de propios y extraños. 

Lo que ha ocurrido no tiene excusa ni puede ser tolerado por los hombres y mujeres de bien, como tampoco puede defenderse el encarcelamiento de miles de inocentes por el “estado de excepción” imperante y que se utiliza para silenciar a los críticos del gobierno y atemorizar a la población.

Nadie puede ser indiferente ni olvidar estos hechos. A ningún salvadoreño le gustaría que, solo por huir de una dictadura y trabajar honradamente, sus hijos fueran enviados a un país del cuerno de África o encerrados en una prisión extranjera, incomunicados, sin defensa, como si fueran animales en un zoológico.

Tampoco ningún responsable de estos atropellos podría aspirar a ser modelo para el mundo, premio Nobel o secretario general de la ONU o “presidente de Latinoamérica”.

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