Intelectuales; ¿qué y para qué?
En lo personal desconfío de aquellos que se auto adjudican la condición de intelectuales. Esa distinción debiera ser un reconocimiento social al trabajo, dedicación y méritos de un individuo que a lo largo de su vida ha mostrado tener cierta consistencia de pensamiento.
Hace unos días se presentó con bombo y platillos a un autodenominado grupo de intelectuales que pretenden contribuir con sus luces y sesudos análisis a la comprensión de la realidad nacional y, sobre todo, “colaborar a empujar y apoyar este proyecto de país que está siendo llevado a cabo por el presidente Nayib Bukele”, dijo uno de los autoconvocados. Si de ideas y debate se trata qué bien. Se supone que eso es lo que hacen los intelectuales; si de “empujar” un proyecto se trata, eso es lo que hacen los activistas políticos. Necesario aclararlo. En lo personal desconfío de aquellos que se auto adjudican la condición de intelectuales. Esa distinción debiera ser un reconocimiento social al trabajo, dedicación y méritos de un individuo que a lo largo de su vida ha mostrado tener cierta consistencia de pensamiento, plasmado en cátedras, publicaciones y participación en la vida pública.
¿Qué es un intelectual y qué hace? La pregunta no es ociosa y vale la pena discutirla. Se puede partir de una definición y caracterización general. Un intelectual sería un individuo que dedica una parte significativa de su tiempo y esfuerzo al pensamiento crítico, la investigación, el análisis y la producción de ideas. Se caracteriza por su compromiso con el conocimiento, la cultura y la sociedad, buscando comprender, interpretar y, a menudo, influir en el mundo que le rodea a través de la razón y la expresión de sus ideas.
El intelectual posee una profunda curiosidad y un deseo constante de adquirir y profundizar en el conocimiento en diversas áreas, ya sean académicas, artísticas o filosóficas. Tiene la capacidad de analizar información de manera objetiva, cuestionar suposiciones, identificar patrones y extraer conclusiones lógicas. No acepta ideas sin un escrutinio riguroso. Muy importante, no es un simple consumidor de conocimiento, sino un generador de ideas, interpretaciones o soluciones a problemas. Esto puede manifestarse en la escritura, la investigación, la enseñanza o la participación en debates públicos. Aunque puede estar afiliado a instituciones o movimientos, su valor radica en su capacidad para formar opiniones y llegar a conclusiones de manera autónoma, incluso si estas difieren de la corriente principal. Y quizá más importante, tiene la capacidad de influir en el debate público, la opinión popular, las políticas sociales y el desarrollo cultural de una sociedad.
Al revisar esa caracterización, me doy cuenta de que en nuestro medio pocos individuos la tienen. Yendo hacia atrás en el tiempo, el primer nombre que se me ocurre es el de Ignacio Ellacuría quien, desde la cátedra, sus publicaciones y artículos de opinión demostró la potencia y amplitud de su pensamiento, pero también su integridad ideológica y ética. Quizá por eso, murió como murió. Pero no pude evitar pensar en Alberto Masferrer que a pesar de no tener una formación académica universitaria tuvo la capacidad y la valentía de analizar y cuestionar radicalmente la sociedad de su tiempo y denunciar las taras de gobernantes y gobernados. A partir de ese constante pensar conoció la desigualdad e injusticia que reinaba en El Salvador e hizo una propuesta poco comprendida: el mínimum vital. Qué pocas aspiraciones tenía, me dijo alguien un día. Al contrario, pensé, pedía lo mínimo, pero para todos. En un par de años se cumplirán cien años del lanzamiento de su doctrina. Sería bueno que estos “intelectuales” iniciaran sus reflexiones discutiendo hasta qué punto el gobierno que apoyan ha dado a los salvadoreños su mínimum vital.
Antonio Gramsci entendía al intelectual de otra forma. Se aleja de la noción de grandes pensadores y centra su atención en la función que cumplen. Para él hay dos tipos de intelectuales: los tradicionales, que se presentan (y a menudo son percibidos) como autónomos e independientes de las clases sociales, actuando como portadores de un conocimiento "universal" y valores atemporales. Ejemplos históricos incluyen sacerdotes, profesores, filósofos, artistas y científicos. Gramsci argumenta que, a pesar de su aparente independencia, los intelectuales tradicionales están, en realidad, ligados a las clases dominantes existentes o a las clases de formaciones sociales previas. Su función principal es legitimar y mantener el statu quo y lograr la hegemonía de la clase dominante a través de la propagación de sus ideologías y valores como si fueran el "sentido común" universal.
Luego Gramsci considera a los intelectuales orgánicos que responden a una clase social específica, la dominada o subalterna, y están "orgánicamente" vinculados a ella. Su función es dar homogeneidad y conciencia de sí misma a su clase, articulando sus intereses, aspiraciones y su propia visión del mundo. No solo son productores de ideas, sino también organizadores, líderes y "persuasores permanentes" que ayudan a su clase a comprender su posición en la sociedad y a retar la hegemonía existente. Para Gramsci, la autonomía intelectual es una quimera, ya que todo intelectual cumple una función social, ya sea a favor o en contra del statu quo. El planteamiento del italiano es muy político. Y la diferencia de fondo entre uno y otro intelectual no es lo que hace — que es básicamente lo mismo —, sino el para qué lo hace. En un caso habría una intención de legitimación del poder y en el otro una intención subversiva. De tal modo, que ambos serían intelectuales orgánicos.
La definición general de intelectual se enfoca en la capacidad cognitiva, el pensamiento crítico y la contribución al conocimiento como actividades relativamente autónomas. La perspectiva de Gramsci ancla firmemente al intelectual en el terreno de la lucha de clases y la hegemonía. Para Gramsci, la actividad intelectual es siempre, en última instancia, una actividad política, ya sea consciente o inconscientemente, al servicio de la preservación o transformación de las relaciones de poder existentes. Según Gramsci, la clase dominante no solo mantiene su poder a través de la coerción (el Estado y sus aparatos represivos), sino, y quizás más importante, a través de la hegemonía, entendida como la capacidad de una clase para dirigir a la sociedad no solo por la fuerza, sino por el consenso y la legitimación de su propia visión del mundo como la única posible o la más "natural" y beneficiosa para todos.
¿En cuál de las dos definiciones encajan mejor los miembros del “grupo de reflexión”? En la primera difícilmente. Ninguno de ellos destaca por la profundidad e independencia de sus análisis. Se dedican a adular al presidente, nada más. Por su producción académica, quizá. Al menos uno de ellos ha publicado bastante, que la calidad de lo publicado es otra cosa. Otro ha dedicado toda su vida “académica” a escribir opiniones y rusticidades en periódicos (últimamente en medios digitales de dudosa reputación). De los otros no encontré nada.
Sí encajan en la definición de intelectual orgánico al servicio del poder establecido, tal y como lo plantea Gramsci. Eso queda bien claro en su manifiesto, donde aseguran que en El Salvador “se están impulsando cambios que anhelamos desde hace mucho tiempo. Y estamos convencidos de que estos deben continuar y profundizarse. Por esta razón, manifestamos nuestro apoyo a estas transformaciones… Reconocemos que estos cambios han sido posibles gracias al liderazgo y a la visión de país del presidente de la república”. Tal posicionamiento no es nuevo; desde hace rato trabajan diligentemente para legitimar lo que llaman el nuevo orden; pero eso también lo hacen influencers, youtubers y troles, de manera quizá más efectiva — ya que los salvadoreños no son muy adictos a la lectura — y lo hacen con menos pretensiones y poses de reconocimiento intelectual.
Carlos Gregorio López Bernal
Historiador, Universidad de El Salvador

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