La muerte transmitida: rituales alterados por la migración
En Anamorós, La Unión, me contaron que un funeral puede costar hasta 13,000 dólares. Lo escuché incrédulo. Llamé a una funeraria del lugar, para pedir una cotización y antes de cualquier cifra, lo primero que me preguntaron fue: ¿De qué familia es usted? ¿Vive en Estados Unidos? ¿Tiene hijos afuera? No estaban vendiendo un servicio: estaban validando si mi lugar en la jerarquía local les habilitaba a darme un precio.
La muerte, que solía ser el gran igualador, ahora también obedece las reglas del mercado migratorio. Estamos ante una realidad profundamente desigual: morirse en el oriente de El Salvador puede costar más que vivir todo un año. Y quienes sostienen este sistema son los migrantes salvadoreños en Estados Unidos.
Duelo caro, pagado desde el Norte
En zonas rurales como La Unión, Anamorós o Santa Rosa de Lima, los funerales han dejado de ser eventos comunitarios sencillos. Hoy incluyen ataúdes metálicos, carrozas decoradas, arreglos florales importados, refrigeración, salas velatorias, transmisión en vivo por redes sociales, y hasta producción audiovisual. Un paquete completo puede alcanzar los 10,000 o 13,000 dólares.
Pero estos servicios no los pagan los campesinos, ni los trabajadores informales, ni las viudas sin pensión. Los pagan los migrantes.
Son hijos, hijas o sobrinos que trabajan en restaurantes, fábricas o construcción en Estados Unidos. Muchos de ellos indocumentados, sin derecho a regresar al país, sin posibilidad de abrazar a su madre o su padre por última vez. Pagan porque se sienten responsables, porque la familia les pide “ayuda” y porque las reglas sociales así lo exigen: si estás en el Norte, tienes que responder.
El funeral como símbolo de estatus migrante
En el pasado, bastaba con una caja sencilla, un rezo en casa, café con pan y la ayuda del vecindario. Hoy, un entierro se ha convertido en un espectáculo que refleja el poder migrante.
Ya no se compite por el apellido o la finca, sino por el tamaño del funeral. Quién paga el ataúd más caro, quién manda más flores desde Nueva York, quién contrata transmisión en vivo para que “lo vea todo el pueblo y los de afuera”.
“Antes se velaba con rezos y silencio. Hoy se vela con Wi-Fi y cámaras.”
Este fenómeno representa una nueva forma de elitización, donde el estatus no lo da la historia familiar, sino el acceso a remesas. En muchos pueblos del oriente, las familias con hijos migrantes ocupan ahora el lugar simbólico que antes tenían las “familias de apellido”. La nueva aristocracia rural no vive en la hacienda, vive en WhatsApp.
El duelo transnacional: ver morir por pantalla
Uno de los efectos más dolorosos de esta transformación es el duelo a distancia. Muchos salvadoreños en Estados Unidos no pueden regresar para el funeral de sus padres, madres o hermanos, porque no tienen papeles, o porque arriesgarían su estatus migratorio.
Incluso los residentes legales o ciudadanos naturalizados enfrentan temores: ¿y si cambian las reglas al volver? ¿Y si al regresar no los dejan entrar? ¿Y si pierden lo que han construido?
Frente a esta imposibilidad, surgen las transmisiones en vivo. Las funerarias ofrecen el servicio como parte de un “paquete completo”. Se paga para que los familiares puedan ver el velorio desde Houston, Long Island o Virginia. Se llora por Zoom. Se manda el pésame por Facebook. Y todo cuesta.
“Mi hermano murió en Anamorós. Yo lo vi por Facebook Live desde Houston. Pagamos todo desde allá. No pude venir, pero al menos pude verlo”, me contó una migrante.
Este tipo de prácticas se está normalizando. Ya no solo se paga por enterrar: se paga también por ver morir.
¿Quién queda fuera?
Esta nueva cultura funeraria, impulsada por la diáspora, ha marginado a quienes no tienen familiares en el exterior. Si no tienes hijos en Estados Unidos, es más probable que tu funeral sea pobre, silencioso, menos atendido, incluso mal visto.
Las familias sin vínculos migratorios sufren una doble exclusión: económica y simbólica. No solo no tienen quien les pague el entierro, también pierden prestigio comunitario. La pobreza ahora se mide por lo que no se puede pagar al morir.
Es una forma de violencia silenciosa, que reproduce desigualdad con flores, cámaras y cajas metálicas.
Un nuevo orden social
Esta situación representa un fenómeno antropológico de profundo calado: la migración ha reconfigurado el orden social tradicional. Ya no basta con tener un buen apellido o ser “conocido”. Ahora el prestigio se mide en remesas, en dólares enviados, en funerales de lujo pagados desde el Norte.
“El prestigio ya no se hereda. Se manda por Western Union.”
Y como toda jerarquía impuesta, también reproduce tensiones. Se genera competencia entre familias. Se evalúa quién “cumplió” y quién no. Se impone una estética del duelo que deja poco espacio a la solidaridad o a la humildad.
¿Qué hacer?
Ante esta realidad, urge abrir una conversación nacional sobre cómo despedimos a nuestros muertos. Debemos:
• Regular los precios de los servicios funerarios y transparentar los costos.
• Promover opciones públicas o cooperativas para entierros dignos y accesibles.
• Desmercantilizar el duelo, devolviéndole su sentido comunitario y humano.
• Acompañar a las familias migrantes que no pueden regresar, desde una lógica de cuidado, no de consumo.
• Reconocer que la migración no solo transforma economías: reconfigura nuestras emociones, nuestras jerarquías y hasta nuestros rituales más íntimos.
Y entonces
Morirse en el oriente de El Salvador se ha vuelto una frontera más en el mapa de la desigualdad. Un rito que antes unía a la comunidad, hoy separa a quienes tienen dólares desde fuera y a quienes no. El entierro ha dejado de ser un acto final: se ha vuelto una vitrina de poder migrante, una deuda emocional y económica, una señal de status.
La muerte debería ser un acto de humanidad, no una carga, ni un espectáculo.
Pero en esta nueva cultura marcada por la migración, incluso el descanso eterno tiene precio… y se paga desde lejos.
Director de la Asociación Agenda Migrante de El Salvador (AAMES)

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