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1944: El año de los brazos alzados (II)

La caída de Martínez fue un hito histórico que demostró la fuerza de la acción cívica colectiva frente a la tiranía. No fue solo un cambio de gobierno: fue la afirmación de un principio fundamental que aún hoy debe guiar a las sociedades democráticas: la dignidad humana está por encima del autoritarismo.

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Por Ramiro Navas
Publicado el 01 de mayo de 2025


No es posible comprender la magnitud y el significado de los acontecimientos de abril y mayo de 1944 en El Salvador sin revisar las características del régimen que la provocó: la dictadura de Maximiliano Hernández Martínez. Gobernante del país entre 1931 y 1944, Martínez dejó una huella profunda en la historia, marcada por el autoritarismo, la represión y el control absoluto de la vida pública y privada.

El General llegó al poder tras el golpe militar que derrocó al presidente Arturo Araujo en diciembre de 1931. Aprovechando el desorden político y social de la época, aprovechó su posición como segundo al mando de Araujo para consolidarse como jefe de Estado, instaurando un régimen que combinó elementos de militarismo, misticismo y un culto personal exacerbado. Gobernó bajo principios que pretendían mantener "el orden", pero (como era común en la época) cobrando como costo las libertades fundamentales.

Uno de los capítulos más atroces de su gobierno fue la tristemente célebre masacre de 1932. En respuesta a un levantamiento campesino e indígena, las fuerzas armadas, bajo su mando directo, ejecutaron a decenas de miles de personas en un operativo que arrasó comunidades enteras, sobre todo en la región occidental del país. Este acto brutal consolidó su poder a través del terror y dejó heridas profundas en el tejido social salvadoreño, cuya memoria histórica aún hoy sigue reclamando justicia.

En el ámbito económico, el régimen favoreció abiertamente los intereses de grupos económicos cafetaleros, manteniendo intocados los privilegios de grandes propietarios de tierra. Mientras miembros de la élite acumulaba riquezas, la mayoría de la población, campesina y trabajadora, sobrevivía en condiciones de extrema precariedad. A pesar de algunas iniciativas de modernización (hoy incluso aplaudidas por algunos) como la creación del Banco Central de Reserva o la introducción de una nueva moneda nacional, los cambios estructurales necesarios para una mayor equidad nunca llegaron.

Su gobierno también se caracterizó por un control ideológico peculiar. Influenciado por corrientes teosóficas y esotéricas, Hernández Martínez (a quien según relatos también se le llamaba “El Brujo”) tomaba decisiones de Estado basadas en supersticiones y creencias poco convencionales. Este enfoque, lejos de ser inofensivo, terminó reforzando una atmósfera de obediencia ciega y de justificación moralista del autoritarismo. Además, su régimen limitó severamente las libertades de prensa, reunión y expresión. Los sindicatos independientes fueron perseguidos, los líderes estudiantiles reprimidos y la actividad política quedó prácticamente anulada. El miedo se instaló como un mecanismo de control social, y la disidencia fue criminalizada sistemáticamente.

Como se relataba en la columna anterior, hacia comienzos de la década de 1940 varios factores comenzaron a erosionar la estabilidad del régimen. Por un lado, la participación de El Salvador en la Segunda Guerra Mundial como aliado de Estados Unidos creó nuevas tensiones internas: mientras la retórica oficial se alineaba con la defensa de la "libertad" a nivel internacional, dentro del país se mantenía un orden profundamente represivo. Por otro lado, las nuevas generaciones de estudiantes, profesionales y sectores urbanos comenzaron a rechazar abiertamente la continuidad del modelo autoritario.

Así, en abril de 1944, se gestó la Huelga. La respuesta represiva del régimen, que incluyó detenciones y asesinatos de manifestantes, no logró quebrar el espíritu de resistencia. Al contrario, profundizó el aislamiento del dictador, tanto a nivel interno como internacional. Finalmente, el 9 de mayo de 1944, Maximiliano Hernández Martínez presentó su renuncia y partió al exilio en Guatemala.

La caída de Martínez fue un hito histórico que demostró la fuerza de la acción cívica colectiva frente a la tiranía. No fue solo un cambio de gobierno: fue la afirmación de un principio fundamental que aún hoy debe guiar a las sociedades democráticas: la dignidad humana está por encima del autoritarismo. Recordar hoy las características del llamado “martinato” no solo nos conecta con nuestra historia, sino que también nos obliga a mantenernos vigilantes ante cualquier forma de poder que busque perpetuarse a costa de las libertades fundamentales. Los mecanismos de represión, el culto al líder, la concentración de poder y la supresión del disenso no son fenómenos lejanos ni exclusivos de una época pasada: son amenazas que pueden resurgir en cualquier momento si la ciudadanía baja la guardia.

Extenderse en el análisis sobre 1944 va más allá del mero interés por la historia nacional, que dicho de paso debería ser un motivo suficiente. Pero lo cierto es que hoy en día, mientras el mundo presencia la escalada de discursos que hace casi un siglo creíamos enterrados, vale la pena más que nunca volver a revisar aquellos pasajes de nuestra memoria colectiva. Ante la pretensión de reescribir la historia y con ello reconfigurar nuestro sentido del mañana, una de las resistencias más valiosas será siempre poner en la mesa justamente aquello que unos pocos nos quisieran hacer olvidar.

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