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Más allá del aula

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Por Abigail Parada
Publicado el 23 de junio de 2025


Cada 22 de junio se celebra el Día del Maestro, pero en muy pocas ocasiones nos detenemos a dimensionar lo que realmente significa enseñar en el área rural salvadoreña.

Después de más de 30 años de ejercer la docencia en la Costa del Sol, el Día del Maestro toma un matiz diferente para Jaime y Leonor, quienes no solo entregaron sus años de juventud a educar generaciones, sino que también enfrentaron las limitaciones del entorno en carne propia.

En 1990, cuando solo movilizarse hasta la zona costera representaba un desafío de horas de viaje en autobuses sin vidrios en las ventanas, e incertidumbre sobre si habría transporte para salir del cantón por las tardes, los maestros recién nombrados se encontraban con la dura realidad de la carencia.

Equipados con mochilas por si era necesario quedarse a dormir en las bancas de las aulas, recuerdan cómo les calaba el frío de las madrugadas. Cómo los niños más pequeños tenían la osadía de robar agua de sus termos "porque era dulce", en un cantón donde solo se bebía de pozos mezclados con la sal del ambiente.

El tiempo no solo les regaló experiencia, marcó sus vidas, hizo su carácter y les permitió acompañar a diferentes generaciones, a quienes les enseñaron más que contenidos académicos. Se convirtieron en amigos, consejeros, enfermeros y en muchas ocasiones en figuras parentales.

Las risas se han vuelto parte de sus anécdotas para intentar olvidar el miedo que sintieron al acompañar a sus niños durante sismos, inundaciones o funerales. Incluso se colocaron al frente de sus estudiantes para defenderlos de la violencia de las pandillas, a pesar del riesgo que significaba. 

Ser maestros en la zona rural no solo les ofreció buenos momentos. Les exigió entrega total más allá de las aulas, sacrificando sus tiempos libres para cumplir con las exigencias. A pesar de que el sueldo no era suficiente, incluso trabajando en dobles turnos, nunca dudaron en regalar un par de zapatos para sus alumnos, compartir sus desayunos o comprar material didáctico con la única intención de hacer más llevaderas las jornadas de clase.

Hoy puedo decir que soy testigo de cómo sacrificaron su vida con devoción para formar mejores ciudadanos, aunque eso les implicara dejar la educación de sus propios hijos en manos ajenas. Como hija de maestros rurales, he visto de cerca las lágrimas que derramaron al jubilarse de forma abrupta, el miedo a lo desconocido, el sentimiento de vacío abandonar las aulas y la inseguridad de una vejez sin garantías. 

Los maestros no solo forman alumnos. Forman personas, moldean ciudadanos. Su trabajo es silencioso, pero impacta generaciones. Estoy completamente segura de que merecen más que un reconocimiento simbólico; merecen respeto, estabilidad y condiciones dignas para envejecer con la frente en alto, después de haber entregado una vida entera al servicio de la educación. 

A mi y los cientos de profesionales que pasaron por sus salones de clase solo nos resta agradecerles por las personas en las que hoy nos hemos convertido. 

Gracias por acompañarnos cuando nadie más lo hizo, por ver nuestro potencial. Gracias por sostener la educación de este país desde las aulas más humildes, donde no llegaba el Estado, pero sí llegaban ustedes.

Este 22 de junio, que la celebración no se quede en un gesto simbólico. Que sirva para mirar con honestidad el sacrificio de miles de docentes rurales que hacen su labor con amor.

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