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Liderazgo espiritual, responsabilidad y humildad

Con frecuencia, el deseo de protagonismo puede nublar la verdadera misión espiritual.

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Por Ricardo Lara
Publicado el 20 de julio de 2025


En El Salvador, la diversidad religiosa es amplia. Encontramos iglesias católicas, evangélicas, mezquitas, y hasta pequeños espacios improvisados que inician con un altar y unas bocinas. Cada una responde a sus tradiciones y formas de vivir la fe. Pero entre esa diversidad, hay quienes, al consagrarse a una vida religiosa, asumen roles de liderazgo que implican una gran responsabilidad. Algunos, sin embargo, olvidan que dicha consagración no otorga superioridad, sino que exige humildad, discreción y servicio auténtico.

Con frecuencia, el deseo de protagonismo puede nublar la verdadera misión espiritual. Se cae en la tentación de juzgar, de ejercer una especie de autoridad moral basada únicamente en el tiempo dedicado a la iglesia. Como si eso fuera suficiente para asumir el rol de ejemplo o guía espiritual. Pero la verdadera consagración no debe basarse en títulos o reconocimientos, sino en el testimonio de vida, en el actuar silencioso y compasivo.

Humildad y discreción, repito esas palabras porque son esenciales. Pienso a menudo que, si uno está en posición de aconsejar o de coordinar a otros, esa tarea exige todavía más prudencia, empatía y responsabilidad. No se trata de creerse una versión menor de Jesús, sino de esforzarse por ser un reflejo del amor y la compasión que Él enseñó. La verdadera entrega no se presume ni se impone; se vive. Ser aquel que demuestra realmente “amar a su prójimo como a sí mismo”. 

Me inquieta profundamente cuando un consagrado utiliza su posición para señalar o emitir juicios personales. ¿Dónde queda entonces todo lo que predicamos sobre la humildad, la caridad y la compasión? Esa actitud no acerca, sino aleja. No inspira, sino divide.

En lo personal, siempre he sido cuidadoso a la hora de opinar, incluso entre personas cercanas. Solo doy consejo si me lo piden, y lo hago con cautela, consciente de que cada vida tiene su camino. Y aunque no soy perfecto, intento ser coherente, reflexionar sobre lo que otros me comparten desde su vulnerabilidad, y sobre todo, no hacer de sus confesiones un tema de juicio. Porque ser ejemplo no es hablar más, es escuchar más; no es mostrarse, es sostener; no es mandar, es servir.

He visto casos que preocupan. En nuestro país, aún persisten actitudes dentro de algunas comunidades religiosas que rayan en el clasismo o el elitismo espiritual. Se elige a ciertos líderes quizá por llenar un espacio, por necesidad de imagen o incluso por comodidad. Esto genera círculos cerrados que terminan alejando, más que acercando. Se olvida que el papel del guía espiritual es tender puentes, no levantar muros.

La figura del consagrado debe ser puente entre Dios y el prójimo, no barrera. Los egos, la necesidad de visibilidad o de prestigio, no tienen cabida en una vida verdaderamente entregada. El riesgo de vivir desde el ego es grande: se puede caer en la ilusión de ser “elegido” cuando, en realidad, el llamado más puro es al servicio silencioso, al amor sincero, a la vida coherente con el mensaje de fe que se predica.

Personalmente, encuentro esperanza en las palabras del Papa León XVI, quien en estos primeros meses de pontificado ha insistido en conceptos fundamentales: amor a Dios y al prójimo, compromiso con la verdad, promoción del diálogo y de la unidad, defensa de la justicia social. Su llamado a ser constructores de puentes resuena profundamente en mí.

A lo largo de mi vida, mi camino espiritual me ha enseñado a buscar a ese Dios de amor con constancia, y a confiar en la intercesión de la Virgen María. No pretendo ser ejemplo de nadie, pero sí quiero seguir siendo alguien que, en silencio, pueda arrodillarse y orar por una fe más fuerte, por una esperanza viva, por una caridad auténtica y por una fraternidad sincera.

Que quien tenga oídos, escuche. Y quien tenga ojos, vea. Porque muchos leen, pero no comprenden; escuchan, pero no interiorizan. Y quizás, ahí radica uno de los grandes desafíos para quienes deciden consagrar su vida a lo espiritual: vivir lo que se predica, con humildad, coherencia y profundo respeto por el otro.

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