El Juicio de los Resucitados
Ya nadie recuerda a Damus -el primer “mascarada” del Circo Orión- pues la divinidad del tiempo devoró su memoria. No obstante -después de haber evadido a sus captores, disfrazado de bufón- fue descubierto tiempo después y llevado a juicio. “¡Quítese la máscara! -le ordenó el implacable juez. Nadie puede ser juzgado sin mostrar su rostro.” Damus sabía que la pena a un homicida era la horca, para saldar con su vida misma su crimen. Entonces se quitó la careta, mostrando la otra máscara que nunca podría arrancar de su rostro: la de su propio ser. Viendo fijamente a los ojos del juez su ilegible y última máscara le sonrió desde el más allá. Conmovido, el magistrado le perdonó la vida. “No hay pruebas de su crimen -dijo al jurado. La sangre que encontraron en su daga era la de los leones que le atacaron y que tuvo que matar. Los cuerpos de sus víctimas nunca se encontraron. Por tanto queda libre.” Lejos de allá Casio y Sirius -que habrían escapado del circo sin que nadie les viera- vivían felices en una aldea junto al mar. Ella perdió la voz al ser herida en la garganta. Pero como los perros hablan con la mirada, de esa forma se comunicaba con su amado Sirius, el “perro estrella”, según la profecía de la cartomancia. El juicio divino había redimido también a los resucitados amantes. (XXIV) de: “La Máscara que Reía.” ©

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