Jesús, el médico por excelencia
Julio es el mes del médico salvadoreño. “Los milagros de Jesús con los enfermos son relatos bíblicos en los que Él sana a personas con diversas dolencias, demostrando su poder divino y su compasión. Estas curaciones —ciegos, paralíticos, leprosos y otros— son consideradas señales de la llegada del Reino de Dios y de la victoria sobre el sufrimiento y la enfermedad”.
En este mes del médico, volvamos la mirada a Dios para agradecerle por permitirnos ejercer la Medicina. Quienes hemos sido bendecidos con este don, este talento, sabemos que muchos fuimos preservados tras la pandemia del COVID-19. Por eso, cuando llegue la hora de partir y Dios nos pregunte qué hicimos con nuestros dones, podamos responder:
“He devuelto la salud a un niño; ayudé a que un anciano recuperara su caminar; asistí partos y acompañé a muchas madres a traer hijos al mundo con bien”.
A veces, sin darnos cuenta, brindamos alivio solo con prestar atención plena a lo que el paciente necesita expresar. Ese es parte del talento y del don que debemos entregar, aún en tiempos donde la Medicina se ejerce casi como comida rápida: sin espacio para mirar a los ojos, con más preocupación por una historia clínica impecable que por la historia de vida que hay frente a nosotros.
Atrás quedaron aquellos tiempos en los que una charla amena con el paciente era parte del acto médico. Hoy, muchos colegas atienden con temor, no por la enfermedad, sino por el riesgo de una demanda. Algunos pacientes ya no piden, exigen. Aun así, estamos llamados a escuchar, a tener paciencia, a practicar la empatía.
Lamentablemente, en esta época moderna se valora más al médico eficiente en sistemas informáticos o al que sabe administrar su tiempo para salir puntual. Pero ¿qué pasó con ese médico que, sin mirar el reloj, dedicaba todo lo necesario a su paciente? Hoy apenas levantamos la vista, y frente a nosotros hay alguien que no desea otra cosa que no estar enfermo.
¡Qué desafío el nuestro en tiempos de redes sociales! Nuestro reto es hacer de esos pocos minutos algo valioso: dar calidez, respeto, humanidad. Y si no podemos sanar, al menos ser un sostén, un mástil firme para quien sufre.
Julio no es un mes de celebraciones masivas. Así como cada cabeza es un mundo, cada médico tiene su escala de valores, sus anhelos y aspiraciones. Cada mes, cada año, cambia nuestras prioridades, pero lo esencial permanece: servir con entrega.
Frente a un paciente vencido por la enfermedad, incluso si solo tenemos minutos, pensemos que podría ser nuestro padre, madre, hijo o ser querido. Entonces, volcarnos con todo el interés y dedicación no será una carga, sino un acto de amor.
Para los católicos, el médico por excelencia es Jesús. Pero donde haya un médico ejerciendo con vocación, ahí hay esperanza, humanidad, humildad y sabiduría que emana del Dios en quien se cree. No se trata de formar una élite, sino de entregarnos con mansedumbre para que Dios, como buen orfebre, nos moldee en vasijas de servicio divino.
El Mes del Médico debe ser una oportunidad para agradecer. Agradecer por ser instrumentos de salud, alivio y respeto. Que este no sea un mes más, sino un llamado a no perder el rumbo. Que en cada celebración demos gracias no solo en julio, sino todos los días del año. Porque para quienes practicamos la Medicina, no hay mayor alegría que ver al paciente aliviado. No hay dinero en el mundo que pague esa satisfacción de escuchar palabras tan simples y poderosas como:
“Gracias, doctor, me curó... salvó a mi hijo, a mi madre, a mi abuelo… me quitó el dolor”.
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