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El espejismo europeo de Bukele

Por qué la reelección indefinida en El Salvador no se parece en nada al parlamentarismo europeo.

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Por Dr. Orlando J. Pérez
Publicado el 05 de agosto de 2025


El 90 % de los países desarrollados permite la reelección ilimitada de su jefe de Gobierno”, escribió Nayib Bukele en X, insinuando que la reforma salvadoreña del 31 de julio, que suprime los límites de mandato, extiende el periodo presidencial a seis años y elimina la segunda vuelta, simplemente alinea al país con “las democracias más avanzadas”. El argumento seduce por su sencillez: si Europa lo hace, ¿por qué nosotros no? Sin embargo, la comparación es engañosa; las diferencias entre el presidencialismo hiperconcentrado de San Salvador y el parlamentarismo europeo son profundas y estructurales.

En la mayoría de las capitales europeas, la figura que encabeza el Ejecutivo nace de un sistema parlamentario donde la permanencia en el poder depende del respaldo fluido de la cámara. Un reciente análisis de Pew Research muestra que más de la mitad de los Estados miembros de la Unión Europea ha cambiado de gobierno al menos una vez cada dos años desde la Segunda Guerra Mundial, y casos como Bélgica, Finlandia o Italia registran mandatos que rara vez alcanzan los 365 días. Esa volatilidad no es un defecto: obliga a la negociación constante, fomenta la construcción de coaliciones y garantiza salidas institucionales inmediatas cuando el Ejecutivo pierde legitimidad.

El Salvador transita por la vereda contraria. La supermayoría legislativa de Nuevas Ideas permitió aprobar, en cuestión de horas, un paquete de reformas que abre la puerta a la reelección indefinida y reconfigura el calendario electoral para beneficio del partido gobernante. Allí donde Bruselas o Roma premian la negociación multipartidista, San Salvador consolida un poder monocolor capaz de reescribir las reglas sin deliberación pública ni contrapeso opositor.

La asimetría se acentúa al examinar el mando de las fuerzas armadas. En Europa, la autoridad suprema sobre el poder militar reside deliberadamente en jefaturas de Estado de carácter ceremonial. El artículo 62 de la Constitución española reserva ese mando al Rey, no al presidente del Gobierno. En Italia, el artículo 87 confiere la jefatura militar al Presidente de la República. Y en el Reino Unido, la Cámara de los Lores recuerda que las Fuerzas Armadas “son de la Corona”, sometidas al control parlamentario y no al arbitrio personal del primer ministro. El diseño busca aislar la coerción estatal de la pugna partidista. Bukele concentra esos resortes: comanda directamente a policía y ejército y ya ha demostrado su disposición a usarlos con fines políticos cuando, en febrero de 2020, ingresó al Congreso escoltado por soldados armados para presionar a la oposición.

Los tribunales constituyen otro muro de contención en el parlamentarismo europeo. Cortes constitucionales en Alemania, España o Italia gozan de autonomía suficiente para frenar excesos del Ejecutivo, y su composición plural garantiza la revisión crítica de leyes y decretos. En El Salvador esa salvaguarda desapareció el 1 de mayo de 2021, cuando la Asamblea—recién dominada por aliados del presidente—destituyó sin proceso a los magistrados de la Sala de lo Constitucional y al fiscal general, colocando en sus puestos a juristas cercanos al oficialismo. Dos años después, la misma sala declaró que la reelección presidencial es un “derecho humano”, allanando el camino a la reforma de 2025.

A la ausencia de contrapesos formales se suma un estado de excepción permanente que desde marzo de 2022 ha llevado a prisión a más de 85,000 personas sin las debidas garantías. La detención del 2 % de la población adulta—una cifra impensable en cualquier democracia europea—ha interrumpido procesos judiciales, saturado tribunales y convencido a periodistas y defensores de derechos humanos de que la crítica abierta puede costar la libertad o el exilio. La reconocida organización salvadoreña Cristosal evacuó a la mayoría de su personal en julio ante la imposición de un impuesto del 30 % y la amenaza de procesos penales por recibir fondos del exterior. 

Frente a estas evidencias, los partidarios de Bukele esgrimen encuestas que le otorgan niveles de aprobación superiores al 80 %. La popularidad, sin embargo, no sustituye a la institucionalidad: Alberto Fujimori en Perú, Hugo Chávez en Venezuela y Daniel Ortega en Nicaragua también gozaron de respaldos abrumadores mientras desmantelaban los contrapesos que hoy hacen tan frágil la democracia en esos países. La historia latinoamericana demuestra que las mayorías pueden legitimar conquistas sociales o democráticas, pero también pueden servir de alfombra a la concentración autoritaria cuando los frenos constitucionales son derribados.

En el parlamentarismo europeo, la posibilidad de reelección ilimitada funciona porque descansa sobre una red de seguridad tricéfala: un pluralismo partidario que obliga a la negociación, una judicatura independiente que vela por los derechos y una clara separación entre la autoridad política y el monopolio legítimo de la fuerza. El Salvador carece hoy de esas tres garantías. De hecho, su presidente controla simultáneamente la mayoría legislativa, la cúpula judicial y los cuerpos de seguridad; además, gobierna bajo un régimen de excepción que extiende sin debate cada treinta días.

Por ello, la reelección indefinida que Bukele presenta como una mera “modernización” es, en realidad, el último paso de un proceso de acumulación de poder que comenzó con la toma militar del Legislativo, continuó con la decapitación de la Corte Suprema y culmina ahora con la reforma constitucional a su medida. Lejos de emular a Europa, reproduce el patrón de autocratización observado en la última década en Managua y Caracas: líderes carismáticos que emplean la popularidad inicial para dinamitar las barreras que podrían obligarlos a rendir cuentas o, incluso, a dejar el cargo.

Nada en el ejemplo europeo justifica esa deriva. La lección que ofrecen Berlín, Madrid o Copenhague es precisamente la contraria: las democracias solo prosperan cuando sus gobernantes pueden ser removidos con facilidad, sin violencia y mediante procedimientos transparentes. Donde esa posibilidad se clausura—ya sea por soldados en el Parlamento, magistrados dóciles o reformas exprés—la “reelección” deja de ser una decisión ciudadana y se convierte en ritual plebiscitario para perpetuar al mismo líder.

El verdadero debate no debería girar en torno a cuántas veces puede postularse un presidente, sino a qué tan posible es que pierda. Mientras en Europa la caída de un primer ministro puede ocurrir de un día para otro tras un voto de censura, en El Salvador la derrota presidencial se ha vuelto un escenario casi inimaginable. El espejismo europeo que invoca Bukele, entonces, no es más que eso: un reflejo distorsionado que oculta la transición de un presidencialismo robusto a un hiperpresidencialismo sin contrapesos. Despojada de sus guardas institucionales, la reelección indefinida no acerca a El Salvador a Europa; lo acerca, peligrosamente, al club de los regímenes que confunden mayoría con derecho absoluto.

Profesor de ciencias políticas, Universidad del Norte de Texas en Dallas

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