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Dunning-Kruger, sesgos y frustración

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Por Mirella Schoenenberg Wollants
Publicado el 28 de junio de 2025


Eloísa Grimaldi logró llegar a la sala de belleza en esa tarde de miércoles. Desde temprano de la mañana había atendido a tres pacientes. Luego, impartido una capacitación que se había alargado un poco después del mediodía. Se sentía cansada. Necesitaba que le masajearan la cabeza durante el lavado de cabello y luego, que se lo acomodaran. Estos servicios la relajaban. 

Desde su posición con la cabeza reclinada sobre el lavabo escuchaba como Marisol, la propietaria de la sala, le hablaba a una cliente, a quien otra cosmetóloga le aplicaba esmalte sobre las uñas:

- Este producto es super natural. Con esto, se le va a quitar la colitis y todo el reflujo que siente, niña Elenita. Tenga- dijo Marisol, al mismo tiempo que le entregaba el frasco del producto.

- No sé…- dudaba la cliente mientras observaba la viñeta del frasco - ya estoy en tratamiento con mi gastroenterólogo y me siento bien con las medicinas que me ha dejado…

- ¡Ayyy!, pero esas medicinas traen químicos y los químicos son malísimos para el cuerpo…al principio uno se siente bien, pero después, vienen los malestares hasta ponerse grave…yo que usté, dejaría de tomar esas medicinas y me tomaría estas, que se ha comprobado la van a curar de verdad…

Eloísa abrió sus ojos. Ladeó un poco la cabeza para mirar el frasco, desde su posición. Este, al igual que productos denominados “con químicos”, contenía cápsulas cuyo envoltorio estaba hecho de colágeno o celulosa. Contenían sustancias elaboradas gracias a procesos químicos. Cerró sus ojos, haciendo todo lo posible por concentrarse en otros pensamientos. Al finalizar el lavado, fue conducida para sentarse frente a un espejo. Aquí, Petunia, otra cosmetóloga, empezó a secarle el cabello. 

- ¿Cómo ha estado Petunia?- preguntó, por amabilidad, notando que la obesidad de la cosmetóloga era mayor que en tiempos pasados. 

- Pues, por ahí, pasándola, unos días bien y otros, mal. Hoy voy más seguido al “Seguro”, pues los doctores no quieren darse por vencidos con mi cáncer. Dicen que no cede por más “quimio” que me dan. Yo ya estoy harta…

- Que lo siento, Petunia…

- Yo también lo siento. Solo estoy esperando poder jubilarme. Pero lo que más harta me tiene es que me estén diciendo que cambie mi alimentación, que ya no use manteca de cerdo para cocinar…

- ¿Sigue usando manteca de cerdo? – Eloísa cuestionó, sorprendida – yo creí que usted estaba enterada de la acción perjudicial de las grasas saturadas en las células…

Petunia interrumpió a la médico:

- ¡Ahhh no, doctora!, ¡No me venga usted también con esos cuentos! La manteca de cerdo es lo mejor que hay. Con un poquito, bien se esparce por la cacerola y el sabor es único. Además es natural, porque es de origen animal.

Eloísa no pudo controlar su expresión facial de asombro ante los argumentos de Petunia. La cosmetóloga había configurado perfectamente, a pesar de su ausencia de conocimientos filosóficos, una falacia naturalista: suponer que algo es bueno, sano o correcto simplemente porque es “natural”. Es decir, tomar el origen natural de algo como justificación suficiente de su valor moral, su seguridad o su efectividad, sin evaluar la evidencia científica ni los posibles efectos negativos.

Va a perdonar – Petunia dijo - Aunque usted haya estudiado por muchos años, todo eso que le enseñaron es pura mentira, doctora. Lo natural es lo mejor.

Eloísa respiró profundo. En sus treinta años de práctica médica, después de haberse doctorado como la ley establecía, había escuchado todo tipo de argumentos y ataques contra posturas científicas por no legos, en decenas de ocasiones. Al principio, intervenía, exponiendo argumentos científicos. Sin embargo, la agresividad y persistencia de los desconocedores eran arrolladores. En los últimos años de su vida, Eloísa se había dado por vencida. Ya no advertía, ya no recomendaba, ya no explicaba. Cerraba su cerebro a su deber y necesidad de ayudar a otros con sus conocimientos. Ella también estaba harta.

Si la doctora Grimaldi se hubiera enterado que en 1999, los psicólogos David Dunning y Justin Kruger, identificaron que, los comportamientos que observaba, eran errores sistemáticos del pensamiento, tal vez se hubiera sentido menos frustrada. 

Dunning y Kruger identificaron a personas con bajos conocimientos o habilidades en un área donde tienden a sobrestimar su competencia, mientras que quienes realmente poseen mayor preparación académica suelen ser subestimados y aprenden a callar. Que este comportamiento (hoy, Efecto Dunning-Kruger) es más común en temas de salud, psicología, nutrición y educación. Que sin estudios formales opinan con seguridad y difunden información errónea con gran convicción, lo que refuerzan en redes sociales inclusive.

Se considera que los ejemplos más destacados del efecto Dunning-Kruger son: a) Las personas que recomiendan tratamientos médicos sin base científica. b) Los influencers que se autoproclaman “expertos en salud mental” sin formación alguna. c) La difusión de teorías de conspiración médica, como las creadas alrededor del tema de las vacunas.

“Incompetentes y sin saberlo: cómo las dificultades para reconocer la propia ineptitud conducen a una autoevaluación inflada” es el nombre de la publicación de la investigación original llevada a cabo por Dunnin y Kruger en diciembre de 1999 en la revista “Journal de la Personalidad y Psicología Social”.

Con dos muestras típicas, una de 50 y otra de 200 estudiantes universitarios reclutados para cuatro experimentos diferentes, fueron evaluados en tres áreas cognitivas principales: humor (juicios sobre chistes o situaciones), gramática (resolución de preguntas sobre uso correcto del lenguaje) y lógica (ejercicios de razonamiento deductivo e inductivo). Se registró el resultado objetivo en forma de puntaje numérico y se situó a cada participante en un percentil según su desempeño real. 

Después de completar las pruebas, se solicitaba a los participantes que estimaran: Su propio puntaje (% correcto), su posición percibida respecto a los demás (por ejemplo, “¿en qué percentil crees que está?”). Se investigó si los incompetentes no solo fallaban al resolver, sino también al evaluar su propio error (baja metacognición).

En resumen, encontraron que las personas tendían a tener opiniones excesivamente favorables sobre sus propias habilidades en muchos ámbitos sociales e intelectuales. Los autores sugieren que esta sobreestimación ocurría, en parte, porque las personas que carecen de habilidades en estos ámbitos sufren una doble carga: no solo llegan a conclusiones erróneas y toman decisiones desafortunadas, sino que su incompetencia les priva de la habilidad metacognitiva para darse cuenta de ello. En los cuatro estudios, los autores encontraron que, aunque sus puntajes reales los ubicaban en el percentil 12, ellos se autoevaluaron en el percentil 62.

Varios análisis vincularon esta descalibración con déficits en habilidades metacognitivas, es decir, la capacidad para distinguir entre lo correcto y lo incorrecto. El efecto más pronunciado en los participantes de menor nivel cognitivo y académico fue que, no solo fallaban, sino que además no podían reconocer sus errores.

Petunia – fue la respuesta final de Eloísa – usted tiene toda la razón. Le pido disculpas por haberme entrometido en su salud y sus decisiones alimentarias.

Ojalá que la doctora Grimaldi encuentre este artículo para que se sienta mejor consigo misma, el objetivo de sus muchos años de estudio y su rol dentro de una sociedad que necesita ser educada científicamente. ¡Hasta la próxima!

Médica, Nutrióloga y Abogada

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