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Economía y política: El Salvador, siglo XIX

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Por Carlos Gregorio López Bernal
Publicado el 08 de julio de 2025


Economía y política parecen realidades separadas; la primera está preferentemente ligada a la iniciativa privada, y la segunda a la esfera pública. No es cierto, a menudo caminan de la mano. Y esto no es necesariamente malo, a condición de que esa conjunción apunte a expandir socialmente los beneficios de la actividad económica. El liberalismo económico, aparentemente era renuente a la acción estatal en la economía; los hechos demuestran que no era así. Por el contrario, en el siglo XX el intervencionismo estatal se consideró no sólo válido, sino necesario. Ahora bien, el grado de intervención del Estado en la economía varía según el tipo de actividad económica dominante y las capacidades y recursos de que el Estado disponga, así como de las interpelaciones que reciba desde los empresarios.

En El Salvador, durante el siglo XIX, la agricultura de exportación fue la actividad económica más importante y tuvo dos pilares: el añil y el café. El boom añilero se prolongó desde mediados del siglo XVIII hasta el segundo tercio del siglo XIX. No solo hizo crecer la economía de la provincia de San Salvador; también dinamizó el comercio y el crédito guatemalteco y generó demanda de productos agrícolas y ganado en el sur de Honduras y en la región costera nicaragüense. Además, las ferias comerciales que coincidían con el tiempo de cosecha del tinte, articularon economías de escala local, nacional, regional e internacional. Para la feria de noviembre en San Miguel, llegaban barcos con mercadería importada de Europa y Estados Unidos que retornaban cargados de añil y otros productos como maderas, brozas minerales, cueros, etc. La producción y comercio del añil generaba, además, una demanda de crédito a diversa escala. El añil era producido por hacendados, pero también por los “poquiteros” que, si bien producían menos, sacaban tintas de mejor calidad.

El añil era un cultivo anual o bianual, no demandaba tierras especialmente fértiles. Sus requerimientos de mano de obra no eran altos y convivía perfectamente con cultivos de subsistencia. El crédito se suplía preferentemente por habilitaciones de montos bajos y garantizado generalmente con la cosecha futura. Aunque requería obrajes para procesarlo, construirlos no implicaba inversiones costosas. El producto se transportaba con mulas y carretas, sin exigir mejoras dispendiosas en carreteras y puertos y se comercializaba en las ferias. El añil no demandaba una mayor intervención del Estado; por suerte, porque en esos años, este era extremadamente débil y falto de recursos. 

Hacia mediados de la década de 1850, soplaron vientos de cambios desde el norte. El descubrimiento de grandes yacimientos de oro en California en 1848 incentivó la emigración hacia el oeste de Estados Unidos. Cornelius Vandervilt estableció la “Compañía del tránsito” en Nicaragua; en 1855 se inauguró el ferrocarril interoceánico en Panamá. Esos cambios fueron determinantes para impulsar el cultivo del café en El Salvador y Guatemala, que trataron de emular el éxito logrado por Costa Rica exportando el grano. 

El café era más demandante en términos de labores de cultivo, capital, mano de obra y tierras. Además, la experticia acumulada en el añil servía poco para el café. Todo ello hizo que el proceso de expansión se prolongara por varias décadas. Además, los productores que se arriesgaban a sembrarlo debían enfrentar altos costos de transporte para poner el grano en los mercados; estos solo bajaron cuando comenzó a operar el ferrocarril en Panamá. En todo caso, las variedades entonces cultivadas demoraban hasta cinco años para dar su primera cosecha significativa; esto dejaba dos alternativas: tener suficiente capital para mantener el cultivo mientras llegaba la cosecha, o invertir simultáneamente en otros cultivos, el comercio o alguna profesión u oficio. 

El café fue cultivado por grandes, medianos y pequeños productores; todos enfrentaban la falta de mano de obra. El Estado intervino legislando para garantizar que los empresarios tuvieran trabajadores; lo hizo con el eufemismo de que perseguía la vagancia. Lo cierto es que teniendo acceso a la tierra, campesinos e indígenas no estaban interesados en trabajar para otro. Y es que al menos hasta 1870, la tierra era abundante; cuando ésta comenzó a escasear, el Estado intervino. Los afanes modernizantes y el pensamiento liberal que enfatizaba en la libertad económica y la propiedad individual justificaron la extinción de tierras comunales y ejidales; “la industria agrícola es el manantial más fecundo de vida y prosperidad que posee la Nación, por lo que el legislador está en el imperioso deber de remover todos los obstáculos que se opongan a su desarrollo” decía uno de los considerandos de la ley de extinción de ejidos de 1882. Agregaba que el ejido era uno de esos obstáculos “por cuanto anula los beneficios de la propiedad en la mayor y más importante parte de los terrenos de la República, que se hallan destinados a cultivos de ínfimo valor ó abandonados del todo, por lo precario del derecho de sus poseedores, manteniendo á éstos en el aislamiento y la apatía é insensibles á toda mejora”.

Las leyes apostaban preferentemente a dar la tierra en propiedad a quienes venían trabajándola, es decir comuneros y ejidatarios. En este caso, la ley decía “Todos los actuales poseedores de terrenos ejidales, serán tenidos como dueños exclusivos y legítimos propietarios de los terrenos que poseen”. Pero otro artículo añadía: “Si dentro de seis meses de la publicación de esta ley, no hubiesen concurrido los poseedores á sacar el título de sus terrenos, perderán sus derechos de posesión, y se procederá á la venta como se dispone en el artículo anterior, indemnizando las mejoras útiles á su dueño.” Una oportunidad que no todos pudieron aprovechar.

Poco se hizo respecto al crédito que continuó fluyendo mediante habilitaciones, con una tendencia creciente a la hipoteca. Esto último se facilitó porque simultáneamente a la privatización de tierras se creó el registro de la propiedad. Pero el Estado se interesó mucho en construir infraestructura: carreteras, puertos, telecomunicaciones y más tarde el ferrocarril. Todo esto se presentaba como de beneficio para toda la sociedad; en realidad beneficiaba más a los cafetaleros. Este sesgo clasista era más evidente en la fiscalidad, extremadamente regresiva. Añil y café no pagaban impuestos de exportación; es decir, los cultivadores se quedaban con toda la ganancia. La mayor parte de los impuestos eran al consumo: impuestos de aduana a las importaciones o impuestos al licor. 

La expansión cafetalera tuvo muchas consecuencias socioeconómicas y generó fuertes debates historiográficos en temas como concentración de la propiedad de la tierra, proletarización campesina y surgimiento de una burguesía cafetalera. Aldo Lauria demostró que ciertamente esas consecuencias se dieron, pero no fueron resultado inmediato de la extinción de la propiedad corporativa de la tierra y que en tales problemas debía considerarse otros factores como la demografía, el acceso al crédito y la educación. Y es que a veces se pasa por alto que la consecuencia inmediata de los decretos de extinción de tierras comunales y ejidales fue volverlas propiedad privada, con lo cual entraban definitivamente al mercado, con todas las implicaciones que de ello se derivan. 

El café era el principal producto de exportación. La economía del país se volvió excesivamente dependiente. Se generó una dinámica perversa: las ganancias se concentraban, en tanto que el Estado no cobraba impuestos a las exportaciones y ganancias del grano; sin embargo, en tiempos de bajos precios, las pérdidas se socializaban vía salarios, dado que una ley de salario mínimo solo se tuvo a mediados de la década de 1960. La vinculación entre economía y política se acentuó a mediados del siglo XX, eso se tratará en otro artículo.

Historiador, Universidad de El Salvador

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