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Cuidado con los ídolos modernos

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Por Jaime Ramírez Ortega
Publicado el 05 de junio de 2025


El primer mandamiento condena la idolatría y se encuentra en Éxodo 20:3 y en él Dios dice: “No tendrás dioses ajenos delante de mí. No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra”.

Dios también ordenó a su pueblo: “No recurran a los ídolos, ni los hagan dioses de fundición. Yo, el SEÑOR, su Dios” (Levítico 19:4—RVA). De modo que la idolatría ocurre cuando una persona adora, atesora y admira con reverencia a otra persona, lugar, cosa, o imagen y deja que tome el lugar de Dios en su vida.

Vivimos tiempos en los que es fácil que el corazón se desvíe. La desinformación que se emite desde las esferas estatales, los conflictos sociales y el deseo de encontrar certezas en medio de la incertidumbre pueden llevar incluso al pueblo de Dios a poner su esperanza donde no debe. 

En medio de esta turbulencia, hay un tema que requiere atención pastoral: la creciente idolatría hacia ciertos líderes políticos, que están siendo venerados incluso por el pueblo cristiano. Nuestro deber es orar por los gobernantes, pero nuestra fidelidad más profunda no pertenece a ningún hombre, sino a nuestro glorioso Señor Jesucristo.

Desde el Antiguo Testamento vemos que Dios eligió a Israel con un propósito claro: ser un pueblo que reflejara su gloria y a través del cual Él bendijera a todas las familias de la tierra (Génesis 12:3). Pero la elección divina no fue por méritos ni superioridad nacional: “No por ser vosotros más que todos los pueblos os han querido Jehová y os ha escogido” (Deuteronomio 7:7). Una y otra vez, los profetas recordaron a Israel que su llamado era vivir en santidad, en justicia, en compasión. Sin embargo, también denunciaron cuando el pueblo se apartaba, cuando confiaban en reyes en lugar de en Dios. 

Cuando hacían pactos con naciones extranjeras o se enorgullecían de su identidad sin vivir la obediencia que Dios demandaba. En el Nuevo Testamento, este mensaje se profundiza. Jesús, siendo judío, vino a cumplir la Ley y los Profetas, pero también a abrir el Reino a todos los pueblos, tribus y lenguas. Como dijo Pablo en Gálatas 3:28-29: “Ya no hay judío ni griego… porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois”. La comunidad de fe en Cristo es ahora la nueva familia de Dios, no basada en nacionalidad, sino en la fe en un solo Señor y Salvador.

En nuestros días, muchos creyentes —movidos por un deseo genuino de ser fieles a las promesas bíblicas— han desarrollado un amor excesivamente idealizado por el Estado moderno de Israel. Si bien es importante orar por Israel, apoyar la paz en esa región y reconocer su valor histórico y espiritual, no podemos confundir una nación política con el pueblo espiritual de Dios. El Israel actual es un Estado secular, con políticas que, como en cualquier país, deben ser juzgadas con sabiduría, justicia y verdad. La fe cristiana no nos llama a aprobar ciegamente a ninguna nación, sino a actuar como luz y sal donde estemos. 

Amar a Israel no significa idolatrarlo ni justificar lo injustificable. La idolatría no siempre tiene forma de estatua; a veces toma la forma de banderas, discursos o ideologías. 

Este mismo espíritu se ve en la forma en que algunos cristianos han comenzado a idolatrar a líderes políticos. Se les presenta como instrumentos divinos, como si fueran los únicos capaces de “salvar” a la nación o de restaurar valores que se han perdido. Se defiende lo indefendible con tal de que sigan en el poder, y se mira al oponente como enemigo del evangelio y enemigo de su político favorito, cuando en realidad muchos de estos conflictos son terrenales y pasajeros. 

La Palabra nos advierte: “Maldito el hombre que confía en el hombre” (Jeremías 17:5). Jesús mismo rehusó ser utilizado como figura política. Cuando quisieron hacerlo rey, se apartó (Juan 6:15). Su Reino no es de este mundo (Juan 18:36).

 ¿Cómo, entonces, podemos poner nuestra esperanza en los tronos de esta tierra? Apoyar causas justas no es pecado ni interceder en favor de los detenidos de forma injusta. Orar por los gobernantes es un mandato. Participar activamente en la vida pública puede ser una vocación cristiana. Pero hay una línea delgada que cruzamos cuando comenzamos a hablar de líderes como si fueran ungidos divinos o intocables. Eso no es fe, es idolatría.

 Querido hermano, querida hermana: ¿dónde está puesta tu esperanza? ¿En una nación terrenal? ¿En un partido político? ¿En una figura carismática que promete restauración? 

La Escritura es clara: “Solo a tu Dios adorarás, y a Él solo servirás” (Mateo 4:10). 

Nuestro Salvador no vendrá con uniforme militar ni con un plan de gobierno. Ya vino. Se llama Jesús y su Reino está en marcha, aunque no lo veamos con los ojos del mundo.

 Abogado y teólogo.

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