¿Y cómo vive realmente el salvadoreño?
El presidente Nayib Bukele sigue siendo popular. Sus cifras lo respaldan. Pero debajo del aplauso masivo, los datos del Iudop en su más reciente encuesta pintan otra realidad: la de un país que vive entre la carestía, el silencio forzado y la pérdida de autonomía local.
La seguridad es la gran vitrina. El 75.2% de los salvadoreños la considera lo mejor del país. Pero, ¿y el resto?
El 87.2% afirma que acceder a una vivienda digna es difícil o muy difícil. El 64.6% identifica la economía, el desempleo y el alto costo de la vida como su principal problema.
Las alcaldías han sido reducidas a figuras decorativas, con una nota de apenas 5.13 y sin los fondos que antes las sostenían.
El desmantelamiento financiero comenzó en 2021 con el recorte al FODES, y culminó en enero de 2025 con la eliminación del Fondo de Apoyo Municipal (FAM), que servía para cubrir servicios básicos, becas y ayudas familiares. Resultado: municipios desfinanciados, comunidades abandonadas y todo el poder concentrado en Casa Presidencial.
A esto se suma la erosión de las libertades. Casi la mitad (48.3%) de la población teme ser detenida o encarcelada por criticar al gobierno. Y el 57.9% cree que opinar en redes sociales puede traer consecuencias negativas.
Sí, hay menos homicidios. Pero también hay más miedo, menos participación y una ciudadanía más silenciada.
Y aquí viene la pregunta que flota en el aire:
Si alguien dentro del oficialismo quisiera eliminar por completo las alcaldías y dejar solo 14 gobernaciones departamentales, ¿no sería este el momento perfecto?
Las finanzas locales han sido recortadas. El relato oficial insiste en “optimizar” los recursos, y las gobernaciones —nombradas a dedo desde Casa Presidencial— ya existen como figuras listas para ocupar el vacío.
Si alguien quisiera eliminar toda forma de autonomía municipal, el terreno ya está abonado. Y las consecuencias serían profundas.
Las gobernaciones no se eligen. No rinden cuentas a las comunidades. Serían la punta de lanza de una gobernanza vertical, unificada, lejana.
Si eso ocurriera, El Salvador pasaría de tener gobiernos locales a tener delegaciones administrativas, sin representación directa, sin contrapesos, sin cabildos abiertos ni participación comunitaria.
¿Y en medio de todo esto, qué pasa con el salvadoreño común y silvestre?
Sobrevive, subalimentado. Con miedo. Con menos derechos. Con menos voz.
La imagen del presidente Nayib Bukele brilla, sí. Pero su modelo comienza a erosionar el tejido que sostiene la vida cotidiana de millones. El contraste entre liderazgo e institucionalidad nunca ha sido tan evidente.
La popularidad no entrega llaves. No sustituye libertades.
Y un país sin municipios, sin partidos funcionales, sin fiscalización, gobernado por designación directa… no es una democracia.
Y lo peor: esto pasa sin que exista una oposición articulada, unida, cohesionada y que se auto respete y valore.

CONTENIDO DE ARCHIVO: