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¿Existirá El Salvador en el siglo XXII?

No. Nuestra reproducción material y espiritual desembocará en un punto crítico toda vez no nos liberemos de un nuevo ciclo de dictadura y abominables abusos a los derechos humanos, de disolución de familias y comunidades; si no frenamos la degradación ambiental que agota las capacidades productivas nacionales incluyendo la seguridad alimentaria; si no se detiene la reinante corrupción y el astronómico endeudamiento público ajeno a atender las necesidades de una población que aumentará por los retornados desde EE. UU.

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Por Napoleón Campos
Publicado el 12 de febrero de 2025


En el espiral de mi doctorado en Europa, participé en varios seminarios de disciplinado ejercicio de prospectiva como una metodología de las Ciencias Políticas y las Relaciones Internacionales. No un juego de adivinanza, más bien el hallazgo de temas y procesos que aseguraran larga existencia para países pequeños y periféricos como El Salvador que comenzaban a construir por vez primera la democracia desde la independencia del Reino de España.

Entonces, intenté responder a la pregunta que titula estas reflexiones, realicé varias publicaciones, cuando hablar del nuevo milenio se volvió moda eclipsando discernir más realistamente sobre si el Siglo XXII nos encontraría menos débiles, fallidos, que el Siglo XXI.

Mi aproximación fue multifactorial y prácticamente del sentido común: si El Salvador aspiraba a existir cien años más necesitaba apuntalar la democracia así como la independencia de las instituciones públicas algunas recientemente creadas por los Acuerdos de Paz; respetar la Constitución de la República y armonizar aceleradamente el derecho interno al derecho internacional; cuidar escrupulosamente la naturaleza y el agua; vencer estratégicamente la exclusión, la marginación, la precariedad, gracias a un presupuesto público transparente y sin corrupción; como las dinámicas imprescindibles.

En otras palabras, si El Salvador abandonaba la construcción de la democracia y la consolidación de la paz; si empresarios, militares, sindicalistas y partidos políticos no vencían el egoísmo, la codicia y la tentación autoritaria; si fracasábamos en generar entornos económicos y socioeducativos para atraer inversión extranjera a una escala y ritmo vigorosos para tejer circuitos virtuosos; si no diseñábamos y construíamos asentamientos humanos armoniosos con el medio ambiente; era difícil alcanzar el Siglo XXII.

Además, en el ínterin, las complicaciones colectivas aumentarían con los seguros desastres naturales a gran escala como los terremotos que frecuentemente dañan al país, y con otras amenazas como conflictos en el vecindario centroamericano y turbulencias geopolíticas mundiales que el 2025 ya sabemos cómo la agresión unilateral del tirano ruso Putin contra Ucrania, y otras catástrofes hechas por el ser humano como el coronavirus covid-19 fabricado en un laboratorio estatal en China. Mi pronóstico: el éxito de estos peligros sobre El Salvador iría progresivamente debilitándolo y desintegrándolo.

El prócer de la Independencia, el hondureño José Cecilio del Valle, fue la primera mente brillante que se preguntó sobre la viabilidad de aquellas provincias. En una de sus sorprendentes obras tituladas “Diálogos”, Valle inventa un genial diálogo entre Cristóbal Colón y Jean-Jacques Rousseau con el telón de fondo del unilateralismo de varios gobernantes europeos tras la caída progresiva de las monarquías, el ascenso de tiranos criollos y la corriente mundial de metales extraídos de las colonias (que llegaban hasta la China imperial), como hoy lo vemos en Donald Trump contra Panamá y el Estado Palestino, y en la reactivación de la minería metálica por el régimen inconstitucional de Nayib Bukele. Valle pone en boca de Colón: “El europeo abrió los minerales de la América; y el oro y la plata, derramándose por el mundo, corrompieron a todos los hombres. Guerras sucesivas en Europa, tiranías horrorosas en América, han sido el cuadro triste del universo”. Y hace que Rousseau razone: “Decir que un pueblo entero se somete espontáneamente, es suponer un pueblo de dementes; y la demencia no funda derechos”.

Transcurrieron 150 años desde Valle -a mi juicio- para conocer un penetrante cuestionamiento sobre nuestra vulnerabilidad y viabilidad. El académico estadounidense, Thomas P. Anderson, lo asentó en su libro sobre El Salvador-Honduras de 1969, “La guerra de los desposeídos”, conflicto que tuvo un costo alto para los dos pobres pueblos “en términos de desorganización de la vida humana”: “En un rincón del mundo en donde muchos viven al borde de la extinción, cualquier desorden puede ser fatal en términos de pérdida de la producción de alimentos, fatiga física y ruptura de los patrones locales de ayuda mutua”. Anderson visitó esos años ambos países y atestiguó la expulsión forzosa de salvadoreños como la que ahora comanda Donald Trump. Aquella deportación masiva desde Honduras que desencadenó contradicciones y la guerra civil en El Salvador. “Los cientos de miles de desposeídos fueron realmente bajas de la guerra”, concluyó Anderson.

¿Sobrevivirá El Salvador en 75 años o menos? No. Nuestra reproducción material y espiritual desembocará en un punto crítico toda vez no nos liberemos de un nuevo ciclo de dictadura y abominables abusos a los derechos humanos, de disolución de familias y comunidades; si no frenamos la degradación ambiental que agota las capacidades productivas nacionales incluyendo la seguridad alimentaria; si no se detiene la reinante corrupción y el astronómico endeudamiento público ajeno a atender las necesidades de una población que aumentará por los retornados desde EE. UU. Así no será realista la existencia como nación.

Analista político y experto en relaciones internacionales:

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