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Cumbre BRICS Brasil Lula da Silva

Cumbre de los BRICS en Río: ¿una deriva anti-occidental?

La Cumbre de Río evidenció, sin lugar a dudas, una dimensión paradójica: los países miembros declaran aspirar a un mundo multipolar, pero siguen actuando en función de sus intereses nacionales inmediatos.

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Por Pascal Drouhaud
Publicado el 13 de julio de 2025


El presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, encabezó los días 6 y 7 de julio en Río de Janeiro la cumbre de los países miembros de la organización económica BRICS+ (Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica y, desde enero de 2025, también Indonesia, Etiopía, Irán, Egipto y los Emiratos Árabes Unidos). Representando a la mitad de la población mundial y cerca del 40 % del PIB global, este foro internacional tenía un objetivo claro: consolidar tanto las estructuras como la imagen de un sistema que pretende erigirse como una alternativa al G7 —el grupo que reúne a las siete principales economías del mundo— y a la arquitectura internacional heredada del orden surgido tras la Segunda Guerra Mundial.

Sin embargo, no logró cumplir con esa ambición, a pesar de que parece cada vez más necesario que las potencias emergentes y los países en desarrollo, al margen de Estados Unidos, encuentren mecanismos de articulación que les permitan responder de manera conjunta a los desafíos del desarrollo y a la creciente competencia económica global.

Para eso se juntaron los BRICS, organizados desde 2009 con las cinco primeras economías no miembros del G7 que aparecen como occidental, Brasil, Rusia, India, China y África del Sur. Desde entonces, los BRICS surgieron como una entidad con un potencial de fuerza pero careciendo de unidad y objetivos comunes. Aun más, después de la crisis económica de los años 2010, de la pandemia del Covid, de los conflictos que hubo en Ucrania y en el Medio Oriente, apareció más como un vector ideológico que como un grupo comercial. Desde la Covid 19, se asocia los BRICS (ampliados a Irán, Egipto, los Emiratos Unidos Árabes, Indonesia y Etiopía), al concepto del “Sur Global”. Se presenta como una visión internacional en contra del orden establecido desde 1945, considerado como “pro-occidental”, sospechado de “oprimir” los países emergentes. 

Esta posición, promovida con grados diferentes por países como Brasil, Colombia, Venezuela, tanto como Irán, África del Sur, se reforzó después de la toma de posesión del presidente Lula da Silva. Ataques contra Ucrania y el presidente Zelensky, denuncias contra Israel tanto como a nivel comercial el uso del dólar; tantos pilares de posiciones políticas e ideológicas que no coinciden con los objetivos que podrían ser legítimos, de la creación de los BRICS. Por cierto, países como Francia y África del Sur impulsaron la creación en 1990 del G20 para reforzar el diálogo entre las economías de los diferentes continentes. 

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 Temas como el crecimiento demográfico, la respuesta a una demanda de consumo en aumento y la consolidación del peso económico de países como China han impulsado esta nueva dinámica global. La cumbre de Río de julio de 2025 dejó al descubierto una contradicción letal para la organización: el intento de unir fuerzas contra un “Occidente global” entre países con intereses profundamente divergentes. ¿Qué pueden tener en común, desde una lógica geopolítica, India —una potencia asiática con aspiraciones globales— e Irán, un país que, pese a sus vastas reservas de petróleo y gas, insiste en desarrollar un potencial nuclear de vocación militar, desafiando el frágil equilibrio de seguridad internacional?

Si bien resultan comprensibles los argumentos a favor de una reforma en la representación de los países en el Consejo de Seguridad de la ONU —con Brasil y Sudáfrica reclamando un lugar como miembros permanentes en una institución que aún refleja el mapa de alianzas de 1945 (Estados Unidos, Rusia, China, Francia y Reino Unido)—, también se pone en tela de juicio, tanto interna como externamente, el liderazgo que ha ejercido Lula al enfrentarse abiertamente al orden internacional vigente. Además de los países miembros, la cumbre convocó a naciones asociadas como Nigeria, Vietnam y Cuba, así como a invitados estratégicos como Turquía, México y Angola.

Vladimir Putin, objeto de una investigación por parte de la Corte Penal Internacional, al igual que su homólogo chino Xi Jinping, no asistieron a la cumbre. En su lugar, fueron representados por el canciller ruso Serguéi Lavrov y el primer ministro chino Li Qiang. En el plano económico, los BRICS reflejan con claridad el giro estructural que ha experimentado la economía global. En el año 2000, Estados Unidos y la Unión Europea concentraban el 25 % y el 22 % del PIB mundial, respectivamente.

Hoy, esos porcentajes han caído al 15 % en el caso de Estados Unidos y al 17 % en el de la Unión Europea, mientras que el bloque BRICS en su conjunto alcanza el 40 %. No obstante, este crecimiento se da en medio de una profunda heterogeneidad. Algunos países buscan principalmente fortalecer sus posiciones económicas y comerciales —como Vietnam, Indonesia, Egipto, Emiratos Árabes Unidos o Etiopía—, mientras que otros centran su discurso en la crítica al actual orden internacional, sin ofrecer propuestas claras ni sostenibles para preservar la paz o garantizar estabilidad. Esa es, precisamente, la mayor fragilidad de los BRICS: la falta de cohesión interna, a pesar de relaciones bilaterales fuertes, como la que une a China y Brasil en el ámbito comercial.

Uno de los objetivos planteados es fortalecer los mecanismos de intercambio en monedas locales como respuesta a la guerra de aranceles, pero estas iniciativas se ven acompañadas por posturas eminentemente políticas. Por ejemplo, el apoyo a Irán se expresó a través de una condena a la llamada “guerra de los 12 días” con Israel, conflicto intensificado por la intervención de Estados Unidos contra instalaciones del programa nuclear iraní, como las de Fordo e Isfahán. En cuanto a Ucrania, la cumbre evitó toda mención a la responsabilidad rusa en la guerra abierta desde febrero de 2023. No sorprende, entonces, que países como Arabia Saudita aún duden en integrarse al grupo, pues no están dispuestos a tensar su relación con Washington.

La Cumbre de Río evidenció, sin lugar a dudas, una dimensión paradójica: los países miembros declaran aspirar a un mundo multipolar, pero siguen actuando en función de sus intereses nacionales inmediatos. La visión política de algunos de sus líderes más influyentes convierte al grupo en una plataforma para oponerse sistemáticamente al sistema internacional surgido tras la Segunda Guerra Mundial, percibido como excesivamente “pro-occidental”. Es lamentable, pues los reclamos sobre una reforma institucional tienen fundamentos válidos: hoy el mundo supera los 8 mil millones de habitantes, y nuevas potencias económicas como China, Sudáfrica, Brasil o Indonesia exigen una representación más acorde con la realidad actual.

Más que nunca, se requieren acciones concretas y un enfoque pragmático. Sin embargo, la Cumbre de Río expuso una dimensión demasiado política de una organización que, en lugar de enfocarse en un proyecto común —el bienestar de sus poblaciones y el desarrollo sostenible—, parece atrapada en una batalla media-apagada que le resta influencia global.

Pascal Drouhaud / Especialista en relaciones internacionales / Presidente de LATFRAN (www.latfran.org)

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