A sus 22 años, Édgar (nombre ficticio para proteger su identidad) ya sabe lo que es estar encerrado en una bartolina y en un penal, en Mariona, donde estuvo junto con reos de todo tipo, desde delincuentes comunes y pandilleros hasta profesionales y exfuncionarios condenados por diversos delitos.
Édgar, condenado a pagar su pena de tres años de cárcel con trabajo de utilidad pública, dice que no quiere volver a estar en prisión. En los últimos cinco años y medio, más de 17,000 personas han sido sentenciadas a realizar sin paga una labor en beneficio de alguna institución pública o una privada con finalidad social.
Dos meses y tres días después de sufrir la vida carcelaria, este joven alto, delgado y piel pálida, ha vuelto a su vida laboral normal, solo interrumpida los jueves, el día en que debe acudir a su otro trabajo no remunerado: prestar servicio en las estrechas oficinas del Juzgado Segundo de Vigilancia Penitenciaria.
“Yo por necio estoy aquí”, lanza como respuesta anticipada a una pregunta obligada de porqué está allí haciendo labor social sin paga en el referido Juzgado. Edgar purga por el delito de posesión de droga. Algo que, partiendo de su relato, podría sonar exagerado que la Policía lo capturara y remitiera a un tribunal.
A este joven lo sorprendió un policía una tarde, a la salida de su trabajo. Manejaba de regreso a casa y como cada día, cuenta, se había fumado un puro de marihuana para relajarse y bajar el alto nivel de estrés que le provoca su trabajo, el cual le exige cumplir metas, atender a diversidad de clientes.
“Me paró el policía y rápido me preguntó qué había fumado. Y me vio el resto del purito en el carro. ‘Lo siento cipote, pero te voy a tener que remitir’, me dijo. Yo me asusté cuando me dijo que me iba a remitir y a confiscar el carro. De allí me llevó a la delegación. En la bartolina estuve tres días, allí solo salía para ir al baño; después me trasladaron a Mariona”, recuerda Édgar.