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Pastor Mario Vega: Del odio al reino de Dios

Por Mario Vega

Quien odia se une más a la persona odiada. Esa es la mayor pena y paradoja de quienes piensan que odiar es la única respuesta que se puede dar a la inconformidad. Si se odia a una persona se le dedica más espacio en el pensamiento. Mientras quien odia experimenta estrés y ansiedad, el odiado quizá ni se entere del asunto. Continuará con su vida de satisfacciones y gratitud. Es por eso que el odio no es en absoluto un sentimiento liberador, por el contrario, hace que la persona se centre en el otro y se olvide de sí misma.

El uso del odio como recurso electoral ha tomado más fuerza en los últimos años. Los políticos alcanzan sus objetivos al fomentar la división y el aborrecimiento entre las personas. Como resultado, se deteriora la convivencia. Amistades de décadas son trastornadas por la amargura. Las sonrisas cordiales son sustituidas por los rostros severos y tensos. Las familias se distancian y los vecinos se desprecian. Todo esto en una sociedad que se reputa de muy creyente y que olvida que el amor es la cúspide de las virtudes, que nos salva del egocentrismo y nos vuelve al semejante. El amor es el fundamento de la identidad de los cristianos y la base de su trascendencia.

El odio constituye un problema de salud mental que está relacionado con rasgos de tipo fóbico y obsesivo. Hay personas que odiar es lo que mejor saben hacer y en la práctica del odio buscan compensar los vacíos de su carácter y personalidad. Tienen alterada su capacidad de percepción y juicio, lo que les dificulta tener un contacto con la realidad. El mundo es como ellos lo conciben y ante la incapacidad de obligar a los demás a verlo como ellos, reaccionan aborreciéndolos. Cualquier estrategia orientada a fortalecer su visión personal en oposición al otro le resulta válida. El recurso más usado es el de la mentira, el que tanto odia suele acabar creyendo sus propios inventos para ganar adeptos y justificar sus ideas y acciones violentas. Se establece así un círculo destructivo que lo aliena cada vez más, volviéndole amargado y frustrado.

El odio está muy relacionado con la irracionalidad, la cual encuentra fácil arraigo en las personas excesivamente poseídas y convencidas de su razón y visión excluyente de las cosas. El presentarles argumentos y evidencias solo los aferra más a su universo cerrado y a su negativa a establecer contacto con la realidad. El sentimiento puede profundizarse hasta llegar a tener a una persona completamente disociada y violenta. El odio es un sentimiento que se retroalimenta y reproduce constantemente, necesita confirmarse de forma continuada y busca la adhesión de otros. De no producirse esa adhesión, la persona se sentirá incomprendida. Tachará a los demás de irracionales y poco inteligentes sin darse cuenta que es él quien vive una perturbación.

La presencia cotidiana del odio expone a la siguiente generación a crecer normalizando el desprecio y la saña. Los niños aprenden a ver la violencia como un patrón de actuación legítimo y propio del ser humano. Las familias y los grupos cerrados encuentran en el odio un aliciente para consolidar sus relaciones. Pero eso constituye un grave error y una falta a la fe cristiana que enseña que lo que más puede unir a dos personas es el amor por una tercera. Permanecer en el amor produce alegría. Una alegría que no depende de acontecimientos o personas sino que tiene su fuente en la intimidad más profunda de la relación con un Dios que es amor.

Algo falla en nuestra comprensión del evangelio cuando en su recepción solo percibimos confirmación de todo cuanto pensamos y hacemos. Si el mensaje de Jesús no nos incomoda en absoluto, algo esencial de Dios se nos ha escapado. El evangelio siempre provocará y cuestionará todos los odios y amarguras. Solo hay futuro verdadero cuando hay futuro para todos. Por ello, la universalidad es una característica básica del reino de Dios. Y este solo es tal cuando comienza a realizarse desde los últimos: los marginados, los calumniados y los perseguidos. Solo cuando somos capaces de tolerar respetuosamente a todos, con sus diferentes opiniones, nos acercamos al reino de Dios. Sin amor, nada tiene sentido.

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