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La nana

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Por Carmen Marón
Publicado el 10 de agosto de 2025


Mi nana se llamaba Maya… Bueno, se llamaba María Reyes, pero para mí era la Maya. Mi álbum de bebé está lleno de fotos de ella cargándome con un orgullo que hace que cualquiera piense que yo era su nieta, si no fuera porque viste el uniforme clásico de las nanas de los 70: delantal blanco con revuelos sobre un uniforme blanco. La Maya no fue sólo mi nana, fue la nana de mi mamá. Cómo llegó a casa de mi abuela, no lo sé. 

Probablemente por mi bisabuela, porque ya era "mayor" (unos 40 años ) cuándo cuidó a mi mamá. Treinta años después, fue mi compañera de juegos, mi confidente, la que me bañaba y me ponía el pijama. La de mi primer recuerdo (quebrarme un diente). La que se aseguraba que comiera en una pequeña mesa de mimbre bajó un naranjo en verano y la "nursería" en invierno. La que guardaba cualquier cosa en sus bolsillos y la sacaba según la ocasión: pañuelos, galletas, sorpresas de la Dulcería Americana y hasta pequeñas muñecas.

La Maya, en los 1940 le llevaba a mi mamá una bandeja con jugo de naranja y galletas al kinder que quedaba a dos cuadras de su casa, como lo hacían otras nanas. En los 1970s, me daba mi desayuno, almuerzo y cena a horas fijas con puntualidad inglesa, y el jugo y las galletas a las nueve de la mañana en punto. Podía llover, tronar o haber un terremoto, pero el jugo de naranja y las galletas no faltaban. La Maya también se aseguraba que saludara en las piñatas a todas las señoras presentes, que no me manchara mi vestido de guipur hecho a mano por mi abuela, y que no llorara si no me daban la rosa del pastel Lido. Se sentaba con todas las otras nanas, con su uniforme y su moño, a tomar horchata con hielo, mientras que con ojos de águila se aseguraba que no me golpearan con el palo, ni me robaran los dulces, ni yo le jalara el pelo al niño que me los quería quitar.

Las nanas eran figuras de autoridad relegada: faltarle el respeto a la nana era el equivalente a faltarle el respeto a los padres mismos. Se convirtieron en parte de la familia, viviendo en casa muchos años después que hubieran cuidado al último niño. Muchas veces eran causa de conflicto entre madres y sus hijas adolescentes, quienes buscaban a su nana para consolar su corazón incomprendido y contarle secretos amores. Las nanas reinaban en  el "área de oficios", no era raro que las hermanas, primas y sobrinas trabajaran para la familia.  A la nana se le trataba muchas veces  de "usted" y tenía potestades casi ilimitadas: regañar, sentar, castigar, disculparse en nombre de la familia y pronunciar la temida frase "¡Le voy a decir a su mamá!". Y la queja llegaba a oídos de la materfamilias, por más que uno rogara que no le contara.

Las nanas variaban en edad y nivel educativo. La Maya sabía leer y escribir, y, como digo, ya era mayor. Pero había nanas de catorce años, como la de una amiga, que la visita aún y con quien han mantenido una imparable conversación desde hace sesenta años. Esa nana aprendió a leer y escribir en la casa de mi amiga. Otra amiga,  una vez hubo crecido su hijo, le pagó un curso de cosmetología. Ahora, la ex nana trabaja en un prestigioso salón en un país sudamericano. Cuando daba clase de historia, y explicaba los derechos de las empleadas domésticas, y hablaba de las injusticias del sistema, era común ver rostros confusos y yo sabía que ese alumno había tenido una nana. No sé cómo, en un tiempo de tantos abusos, las nanas lograban un poder tal que se consideraba "de pésimo gusto" que se les tratara mal. ¿Era su habilidad con los niños, su honestidad, su capacidad para aconsejar de mil maneras a la señora de la casa? No sé. Pero sí sé que su influencia en las mujeres de clase media y clase media alta que nacimos a finales del siglo pasado fue enorme. Con ellas conocimos otras realidades, nos proveyeron un círculo de seguridad en los momentos más inseguros. 

Las nanas nos inculcaron que el respeto era para todos y, ahora, las que viven, son un nexo inquebrantable con nuestros padres y nuestra historia. Quienes más abogamos por un trato justo y digno para las colaboradoras del hogar somos, usualmente, las que fuimos protegidas por una de esas formidables mujeres de uniforme blanco y delantal blanco con revuelos.

Educadora

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