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Réquiem por la democracia salvadoreña

Se aprobó la reelección indefinida, léase bien indefinida. Conscientes de que el apoyo del electorado al dictador bajará, también eliminaron la segunda vuelta en las elecciones y quien gane, es decir, Bukele será reelecto con la mayoría que logre

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Por Carlos Gregorio López Bernal
Publicado el 05 de agosto de 2025


Justo un día antes de salir de vacaciones, con dispensa de trámite, y sin una discusión seria la servil bancada legislativa de Nuevas Ideas y los corifeos de los seudo partidos políticos que la siguen dieron el tiro de gracia a nuestra ya maltrecha constitución y convirtieron a la democracia en una opereta de mal gusto. Esta sucia jugada política es la secuela necesaria de un acumulado de golpes a la institucionalidad y el estado de derecho que inició el 1 de mayo de 2021, cuando su primera sesión la nueva Asamblea Legislativa dominada por Nuevas Ideas destituyó de manera ilegal a la Sala de lo Constitucional y al fiscal general y en el mismo acto nombró los sustitutos sin el debido proceso.

En esa ocasión escribí: “Bukele, sus adláteres y corifeos pretenden el poder absoluto y lo justifican en un mandato popular, el trillado argumento populista. Esa pretensión, contrario a lo que propagan, nada tiene que ver con proyectos en beneficio de la población; es simple y vulgar búsqueda de poder absoluto. Es la negación más flagrante del sistema republicano consignado en la Constitución. Bukele se ha quitado la máscara; hoy las cosas están claras.”

Eso fue el comienzo de un sistemático desmantelamiento del orden constitucional del país. Pocos meses después la nueva sala de lo constitucional pagó el favor de su nombramiento al emitir un fallo que facultaba al presidente a buscar la reelección en 2024. Pocas veces en nuestra historia una sala de lo constitucional ha caído tan bajo. Pero entonces todavía se guardaban las apariencias. El presidente depositó el cargo en una antigua empleada suya, tan intrascendente que nadie recuerda su nombre. Todo mundo sabía que Bukele era quien seguía al mando. Con suficiente antelación se cambió la legislación electoral al candidato oficial y no se entregó la deuda política que por ley debían recibir los partidos de oposición. Vale decir que también la oposición colaboró a su fácil reelección al ser incapaz de construir una candidatura única de oposición. El sueño de todo autócrata de ejercer el poder sin ningún contrapeso se había realizado. Además, gozaba de mucha popularidad; de nada valieron los escandalosos casos de corrupción descubiertos por la prensa, o las evidencias de que el gobierno negoció con las pandillas por mucho tiempo. 

Se tenía el poder absoluto, pero se quería más. El 29 de abril de 2024 los diputados obedecieron otra orden de Casa Presidencial y reformaron el artículo 248, ese que establecía la manera cómo podía reformarse la Constitución. Hasta entonces cualquier reforma debía pasar por dos legislaturas, con unas elecciones de por medio. Era demasiado engorroso. Decidieron que la reforma podía ser aprobada y ratificada por la misma legislatura. Eso significó degradar la Constitución al rango de cualquier ley que puede ser cambiada al capricho y gusto del Ejecutivo.

Ese recurso fue el usado el pasado 31 de julio para dar la última estocada a la democracia salvadoreña. Se aprobó la reelección indefinida, léase bien indefinida. Conscientes de que el apoyo del electorado al dictador bajará, también eliminaron la segunda vuelta en las elecciones y quien gane, es decir, Bukele será reelecto con la mayoría que logre. Y, por último, alargaron el periodo presidencial a seis años. Aplicados los vasallos.

El trillado argumento del borreguil parlamento es que obedecen los deseos del pueblo, todos sabemos a quién obedecen. Se dice además que, al haber elecciones el electorado decidirá si reelige al presidente o no. Sobran ejemplos en nuestra historia, y en la de otros países que han caído en situaciones parecidas, que demuestran que, en un régimen con las características de este, en las elecciones no se decide nada. Estamos en las mismas condiciones que estuvimos a inicios de la década de 1860, cuando Gerardo Barrios fue dueño absoluto del poder; por cierto, también entonces se alargó el periodo presidencial a seis años. Lo mismo aconteció cuando Maximiliano Hernández Martínez gobernó con mano de hierro por trece años. Las elecciones eran simple trámite, porque todo el aparataje de Estado estaba al servicio del dictador. 

Lo mismo ha pasado en Venezuela con la llamada revolución bolivariana. Solo la muerte podía sacar a Hugo Chávez del poder, pero tuvo tiempo y poder suficiente para imponer a Nicolás Maduro. A la par nuestra, Nicaragua, la de la revolución sandinista de los ochenta, sufre una dictadura que copia inversa de la somocista. Cada semana el decrépito dúo Ortega-Murillo escarnece a Nicaragua con una nueva afrenta. Después de perder varias elecciones, Ortega pudo volver a la presidencia gracias a un infame pacto con el corrupto presidente Arnoldo Alemán, que permitió bajar el porcentaje requerido para ganar las elecciones, ajustándolo a lo que Ortega podía alcanzar. De ahí en adelante, Ortega fue desmantelando todo aquello que fuera un obstáculo a su poder. Incluso rompió a punta de balas las protestas ciudadanas en 2018. Todo ese proceso arrancó en 2007 y le llevó cuatro periodos presidenciales. Bukele y Nuevas Ideas hicieron lo mismo en 6 años.

Hay tres problemas adicionales: tanto poder concentrado en tan pocas manos, fatalmente, lleva a dos vicios: la corrupción, porque los apoyos de funcionarios, diputados, magistrados y más no son gratis. Y se pagan con los recursos del Estado. Y cuando el pueblo se cansa, despierta y se moviliza inicia una espiral represiva, al principio selectiva pero luego generalizada. Y por último, el apego al poder: los dictadores, independientemente del color, se vuelven adictos al poder. No conciben una vida como simples ciudadanos. Y mientras más permanecen en la Presidencia, más delitos acumulan. Y solo pueden garantizarse la impunidad estando en el poder; de otra manera sus alternativas son el exilio o la cárcel.  Mientras tanto, a los salvadoreños se nos avecinan años negros y aciagos, muy negros y muy aciagos.

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