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Quo Vadis El Salvador

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Por José Antonio Castillo
Publicado el 04 de agosto de 2025


El pasado 31 de julio de 2025 quedará marcado en la historia de El Salvador como el día en que la democracia constitucional fue herida de muerte en el seno de la Asamblea Legislativa. Con una votación impulsada y controlada por la bancada de Nuevas Ideas, el oficialismo aprobó una serie de reformas a la Constitución que, lejos de fortalecer el sistema democrático consolidan la permanencia indefinida en el poder, eliminan frenos y contrapesos y desdibujan las bases republicanas que tanto costaron al pueblo salvadoreño.

La reforma, presentada bajo el ropaje del “ahorro electoral” y la “soberanía del pueblo”, ha reconfigurado el sistema político con medidas como la reelección presidencial indefinida, la eliminación de la segunda vuelta electoral, la ampliación del mandato presidencial a seis años y la alineación del calendario electoral al año 2027. Lejos de ser una modernización constitucional, estas modificaciones representan un giro que amenaza con reinstaurar prácticas del pasado bajo una fachada democrática.

La historia política de El Salvador no es ajena al caudillismo ni a las dictaduras disfrazadas de gobiernos legítimos, algunos fueron fruto de fraudes electorales.

Durante décadas del siglo XX, el país estuvo marcado por gobiernos encabezados por un ciudadano militar con mínimos niveles de corrupción como lo reconociera públicamente Dagoberto Gutiérrez, y aunque no obstante lograron un gran desarrollo nacional que aún genera riqueza nacional, la falta de pluralismo político fue una de las causas que nos arrastró a un doloroso y sangriento conflicto armado que dejó una cicatriz profunda en la vida nacional de los salvadoreños. Es por ello que, finalizado el conflicto armado y para fortalecer el proceso democrático, la Constitución de 1983 ratificó la prohibición de la reelección presidencial inmediata, elevándola al rango de cláusula pétrea, precisamente para evitar la perpetuación de un solo ciudadano en el poder.

Esa visión republicana de gobierno —basada en la alternancia, división de poderes entre órganos de estado y respeto a los derechos fundamentales— fue vulnerada en 2021, cuando la misma Asamblea Legislativa dominada por Nuevas Ideas destituyó ilegalmente a los magistrados de la Sala de lo Constitucional y al Fiscal General. Esta acción, condenada nacional e internacionalmente, fue el preludio del control absoluto del aparato estatal por parte del Ejecutivo. A partir de ese momento, la reforma ya no era solo posible, era inminente.

El paquete de reformas aprobadas el 31 de julio no es producto del consenso nacional ni de una deliberación pluralista. Fue promovida con dispensa de trámites, sin consulta ciudadana, ni debate técnico-jurídico, y en una sesión legislativa que se desarrolló a espaldas del pueblo, la principal vocera de la iniciativa, argumentó que las reformas son “modernizadoras” y que será “el pueblo quien decida con su voto”. Pero ese argumento cae por su propio peso si se observa el contenido real del articulado aprobado.

La reelección presidencial indefinida borra el principio de alternabilidad, considerado un pilar esencial en toda república democrática. Bajo esta lógica, un presidente puede eternizarse en el poder mientras conserve el favor mínimo de una mayoría electoral, aunque el resto de las instituciones ya no sirvan de contrapeso.

La eliminación de la segunda vuelta electoral significa que un candidato podría alcanzar la presidencia con apenas un tercio de los votos válidos. En un país con múltiples fuerzas políticas emergentes, esto favorece claramente al partido hegemónico y reduce la legitimidad del mandato presidencial.

La ampliación del mandato presidencial a seis años y la reconfiguración del calendario electoral para el 2027 introducen un diseño hecho a la medida de los intereses de quien gobierna: más tiempo, menos control.

Finalmente, la salida de El Salvador del Parlamento Centroamericano (Parlacen), aunque celebrada por algunos sectores, constituye otro indicio del aislamiento institucional y el desapego hacia los marcos regionales de vigilancia democrática.

Una democracia funcional no se define únicamente por la celebración periódica de elecciones, sino por la existencia de límites claros al poder, independencia de los órganos del Estado, pluralismo político y respeto a los derechos humanos. En este contexto, el modelo impulsado por la bancada legislativa oficialista, todos estos pilares han sido socavados. La Asamblea Legislativa actúa como brazo obediente del Órgano Ejecutivo, el sistema judicial ha sido cooptado, y los medios críticos enfrentan presiones constantes.

La estrategia del oficialismo ha sido efectiva: consolidar un discurso de “renovación” vendiendo la idea de que el pueblo tiene el poder cuando en realidad es hoy cuando menos poder tiene, mientras se desmontan los mecanismos constitucionales. 

Con estas reformas, El Salvador entra en una fase de alto riesgo político e institucional. Las voces de alerta ya no provienen sólo de la oposición local, sino también de organismos internacionales. Lo cierto es que estamos ante una transformación profunda que trasciende lo legal para adentrarse en lo estructural: el desmontaje de la democracia.

El pueblo salvadoreño, que ha conocido el dolor de la guerra, la guerra social postguerra, la frustración por la corrupción y la esperanza de un nuevo comienzo, merece mucho más para poder aspirar a un potencial desarrollo nacional. La Constitución no puede ser rehén de intereses partidarios ni instrumento de perpetuación, sino el pacto supremo que garantiza derechos, límites y justicia para todos.

Para garantizar la República qué soñó el ilustre Manuel José Arce, y que sigue siendo una proclama de guía institucional.

Coronel en retiro

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