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La fe que interrumpe al poder

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Por Jaime Ramírez Ortega
Publicado el 31 de julio de 2025


En un mundo donde el poder suele ignorar a los débiles, el Evangelio de Marcos, capítulo 5, nos confronta con una historia disruptiva: una mujer enferma por doce años, marginada y empobrecida, interrumpe el paso del Hijo de Dios en su camino hacia una casa de poder e influencia, la de un principal de la sinagoga. Ambos necesitan un milagro, pero la forma en que el Señor Jesucristo responde a cada uno nos revela la esencia del Reino que Él vino a establecer: uno donde la fe, y no el estatus, mueve el corazón de Dios. La narrativa es profundamente rica.

Mientras Jesús se dirige a casa de Jairo, cuya hija de doce años está a punto de morir, una mujer enferma con flujo de sangre se abre paso entre la multitud y, sin permiso, toca el borde de su manto. No fue una oración larga ni un clamor público; fue un toque silencioso, desesperado, pero lleno de fe. Al instante, fue sanada. Y Jesús se detuvo. Este gesto, aparentemente menor, representa una subversión teológica y política al sistema religioso y cultural del tiempo. En el judaísmo del Primer Siglo, una mujer con flujo continuo de sangre era considerada impura (Levítico 15:25-27). Tocarla era contaminante. Tocarla en público, imperdonable. Y, sin embargo, ella tocó el borde del manto de Jesús, y no solo no fue reprendida: fue reconocida, restaurada y llamada por primera vez en los evangelios con una palabra íntima y familiar: “Hija”.

 En ese mismo momento, llegan noticias devastadoras: la hija de Jairo ha muerto. Lo que era una carrera contra el tiempo se ha convertido, aparentemente, en una derrota. Pero Jesús, sin inmutarse, declara: “No temas, cree solamente”. Su autoridad no depende de la urgencia humana ni de la aparente irreversibilidad de la situación. 

Al llegar a la casa, en medio de llanto y burla, declara que la niña “no está muerta, sino duerme”. Toma su mano y con una frase breve —“Talita cumi”— le devuelve la vida. Aquí no hay casualidades. Ambas historias están intencionalmente entrelazadas por el evangelista. Una mujer enferma desde hace doce años; una niña de doce años que muere. Una mujer a la que nadie le extiende la mano; una niña a quien Jesús le toma la mano. Una fe secreta y personal; otra intercesora y pública. Pero en ambas, la fe se encuentra con el poder del Salvador, y la muerte es vencida.

El contexto político de este relato no puede ser ignorado. Palestina estaba bajo el dominio del Imperio Romano, donde la opresión estructural no solo era política, sino religiosa. Las élites religiosas —fariseos, saduceos y principales de las sinagogas— mantenían un férreo control sobre quién era “puro” o “impuro”, quién tenía acceso a Dios y quién debía vivir en la sombra. Las mujeres, en particular, vivían bajo una constante marginación legal y social. El hecho de que Jesús se detenga por una mujer impura mientras se dirigía a atender al líder de una sinagoga no es solo compasión: es una denuncia al sistema que valora más la estructura que el alma.

Y, sin embargo, esta denuncia no es con violencia, sino con gracia. Jesús no censura a Jairo ni desprecia su poder; lo acompaña. Pero también se detiene por la mujer, la restaura y pone su historia en el centro del Evangelio. Él muestra que, en el Reino de Dios, ni el sufrimiento prolongado ni la muerte son límites para su poder. La enseñanza para nuestro tiempo es urgente. En una sociedad cada vez más dividida por clases, ideologías y estructuras religiosas frías, el Señor Jesucristo sigue deteniéndose por los que el mundo olvida. 

Su atención no está limitada por la influencia del que ruega, ni por la condición del que toca. A Él le conmueve la fe, no el currículo ni el poder humano. Hay multitudes que hoy, como la mujer del relato, están enfermas, aisladas, sin nombre. Sienten que no pueden acercarse, que no tienen derecho a tocar. Otros, como Jairo, ven morir sus esperanzas familiares, sus hijos espirituales, su futuro. Y en ambos casos, Jesús responde con una sola palabra: fe. Este pasaje nos llama a recuperar la fe osada, aquella que no espera ser invitada, que se atreve a tocar al Señor Jesucristo en medio del desorden. 

También nos llama a ser como Jairo: intercesores que no se rinden, aun cuando todo parezca perdido. Y, sobre todo, nos muestra que el Reino de Dios no es para los perfectos, sino para los que creen. Cuando la mujer tocó el manto, su cuerpo fue sanado. Cuando Jairo recibió la palabra, su casa fue restaurada. El Señor Jesucristo no está limitado por nuestro reloj ni por nuestras condiciones. Él sigue obrando en el momento perfecto y su poder no conoce límites: ni el tiempo ni la enfermedad ni la muerte lo detienen. Hoy, el llamado es claro: no temas, cree solamente. Porque cuando la fe toca al Salvador, hasta lo muerto puede vivir.

Abogado y teólogo

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