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Cuidado con la megalomanía

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Por Jaime Ramírez Ortega
Publicado el 10 de julio de 2025


El apóstol Pablo, en su segunda carta a Timoteo, profetiza con claridad sobre los tiempos postreros: “También debes saber esto: que en los postreros días vendrán tiempos peligrosos. Porque habrá hombres amadores de sí mismos, avaros, vanagloriosos, soberbios... sin afecto natural, implacables, calumniadores...” (2 Timoteo 3:1-3). 

Estas palabras, lejos de ser una mera advertencia para el Primer Siglo, describen con una precisión inquietante el perfil psicológico, espiritual y moral del ser humano contemporáneo.

 Vivimos en una era donde el amor propio desordenado, la falta de empatía y la deshumanización se han convertido en normas culturales.

La expresión “amadores de sí mismos” traduce el griego philautoi y apunta al egocentrismo radical que pone al “yo” en el centro del universo. Si bien el amor propio equilibrado es parte de una autoestima sana, el egocentrismo que Pablo describe es una idolatría del yo, que desplaza a Dios y a los demás de su lugar. 

En la cultura actual, este narcisismo se ve alimentado por redes sociales que glorifican la imagen, el éxito individual y el placer sin límites.

Desde la teología cristiana, el primer y gran mandamiento no es “ámate a ti mismo”, sino: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón...” (Mateo 22:37). 

Cuando el hombre ama más su imagen, su comodidad o su agenda que, a Dios, está adorando un ídolo: él mismo. Esto produce una generación que no busca servir, sino ser servida; no busca sacrificar, sino disfrutar; no busca dar, sino tomar. 

Por otra parte, el término griego aquí es áspondoi, que se traduce literalmente como “sin tregua” o “sin reconciliación”. Es una referencia a aquellos que se niegan a perdonar, que guardan rencor y que actúan sin misericordia.

 En un mundo donde la justicia se ha vuelto venganza y la empatía es vista como debilidad, los hombres implacables abundan.

En El Salvador, por ejemplo, el clima social está saturado de discursos de odio, venganza y mano dura. El perdón parece una opción ridiculizada.

 El Evangelio, sin embargo, enseña que Dios es “misericordioso y clemente, lento para la ira y grande en misericordia” (Salmo 103:8). El cristiano está llamado a ser pacificador (Mateo 5:9), a perdonar setenta veces siete (Mateo 18:22), no a endurecer su corazón.

 La implacabilidad es una señal clara de la ausencia del Espíritu Santo. Del mismo modo el ser “desnaturalizado” significa carecer del afecto que naturalmente se espera entre familiares o entre seres humanos. 

Es la desfiguración del diseño original de Dios para las relaciones humanas. Hoy vemos padres que abandonan a sus hijos, hijos que desprecian a sus padres, parejas que se traicionan mutuamente sin remordimiento. 

La familia, como núcleo de la gracia común de Dios, está siendo destruida por esta falta de afecto natural. La Biblia enseña que la familia es un reflejo del carácter de Dios: Él se revela como Dios el Padre, Dios el Hijo y Dios Espíritu Santo, en una comunión perfecta. Por tanto, cuando el afecto natural es roto, se está rompiendo también un testimonio divino sobre la Tierra. Las sociedades que pierden esta fibra afectiva son sociedades destinadas a la violencia, la descomposición y el nihilismo.

Cuando el hombre se ama a sí mismo más que a Dios, cuando se niega a perdonar, cuando pierde el afecto natural, se convierte en lo que Pablo describe en 2 Timoteo 3:5: “...que tendrán apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella”. 

En otras palabras, aparentan religiosidad, pero su vida está vacía del poder regenerador del Evangelio. Viven para sí, se endurecen ante el dolor ajeno como los detenidos de forma injusta y se despojan de su humanidad. Esta generación está educada para el éxito, pero no para la compasión. Conoce la tecnología, pero no la ternura. Busca derechos, pero no asume deberes. 

Reivindica su verdad, pero desprecia la Verdad de Dios. La Escritura nos llama a discernir y resistir esta corriente: “A éstos evita” (v. 5b). No por desprecio, sino por santidad. La esperanza está en el Señor Jesucristo, quien, siendo Dios, no se amó a sí mismo más que a nosotros, sino que “se despojó a sí mismo... haciéndose obediente hasta la muerte” (Filipenses 2:7-8). 

Él es el modelo contrario al hombre de los postreros días: humilde, compasivo, lleno de afecto, lleno de gracia. En Él se restaura el corazón implacable, se sana la familia desnaturalizada y se redime al hombre megalómano.

El Señor Jesucristo perfeccionó aún más el mandamiento del amor diciendo ya no solo “ama a tu prójimo como a ti mismo”, sino “ámense los unos a los otros como Yo los he amado”, al punto de la entrega sin medida, el sacrificio y la misericordia infinita por los demás.

El llamado es a volver a Dios y al diseño original. A enseñar a los jóvenes a negarse a sí mismos y tomar su cruz (Mateo 16:24), a perdonar, a amar sinceramente.

 Las iglesias cristianas, los hogares y los gobiernos necesitan hombres regenerados por el Espíritu Santo, que reflejen el carácter de Cristo y no la deformación del pecado, para gobernar con amor, con empatía, con justicia y no con venganza. 

Recordemos que la justicia siempre busca la armonía y la paz; en cambio, la venganza busca siempre la satisfacción personal. 

Abogado y teólogo.

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