Farsante Carnaval
Esta no es la leyenda de un romance ejemplar, de un héroe de paso o de un hecho glorioso. Tampoco la fábula de un dios o de algún ser olvidado. Es la historia de una máscara: La máscara que reía. De esas que pare la civilización enmascarada desde tiempos inmemoriales hasta nuestros días. Algunas horribles, otras bellas, ridículas, felices, tristes o perversas. El mismo ayer dejó entre ruinas sus mascarones de piedra, como mudos testigos del drama, del llanto, la risa, el pánico, el deseo y el dolor. Esta historia -repito- no es la de los registros y archivos acácicos, sino de otra: la leyenda olvidada. O, mejor dicho, la que todos olvidamos o la misma leyenda que nos olvidó. Cuando quedó en la infinita alameda de los años el raído mascarón que nunca antes -ni el tiempo mismo- pudimos arrancar de nuestra faz. Por ello habremos olvidado aquella careta maravillosa del eterno reír. Un desleído reír que -más que reír- era una mueca, un gesto burlón al destino. En fin, pocos sabrán la historia de un rostro asombrado y mucho menos la de un perdido antifaz de carnaval. Si perdemos u olvidamos a quien un día fuimos ¿Cómo no habríamos de olvidar sus máscaras? Sin embargo, la máscara de esta historia no era el común y frío antifaz que solemos usar en escena o en tiempos de “carne-vale.” Esta careta tenía vida propia. La había robado al actor que se escondía tras de ella. (II) de: “La Máscara que Reía.” ©

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