Jóvenes sin compromiso laboral ( III )
Unos ruidos no comunes lo despertaron. Raúl dejó su cama para acercarse a la ventana. Desde ahí, gracias al foco del alumbrado eléctrico de la calle, pudo observar como un par de sujetos luchaban por abrir la cerradura del portón del inmueble donde se encontraba.
Raúl trabajaba como cuidador de un kindergarten en una zona de Antiguo Cuscatlán. Era un trabajo que realizaba entre las cinco de la tarde hasta las ocho de la mañana del día siguiente. Llevaba quince años de laborar en esa empresa; función que realizaba para un matrimonio, “hermanos lejanos”, que desde fuera invertían en este negocio. Raúl era un hombre de total confianza para ellos.
Ex guerrillero y agricultor en grandes haciendas y fincas; durante el día laboraba como jardinero en un parque vecinal de la localidad. La jardinería le fascinaba. Era un experto en plantas y árboles, abonos, herramientas, insecticidas, tiempos de cultivo y cosecha. Había aprendido a hacer decoraciones artísticas con ciertos arbustos como los ficus benjamina y las duranta limón. Al terminar sus labores a las cuatro de la tarde, en el parque, se dirigía con ánimo a casas cercanas para brindar cuidados a sus jardines. Era tanto el trabajo que le ofrecían, que los fines de semana los tenía ocupados con varios clientes. Había abierto una cuenta bancaria para guardar los dineros que no usaba. Creía en el ahorro. “Tengo todo lo que necesito; como bien, tengo mi casita, hasta celular tengo, pero de los baratos, eso de perder el tiempo viendo este aparato no es para mí, con tanto trabajo que me sale. Lo bueno es que a mí me gusta trabajar. Para mí es como divertirme”.
La demanda era tan grande que decidió crear una cuadrilla de jardineros bajo su servicio. Es decir, se convirtió en patrono de manera informal. Con su yerno y dos jóvenes, empezó ese camino arduo. Los sentaba en la cuneta de la calle para hablarles del oficio, explicarles, mostrarles, advertirles de los riesgos laborales y cómo evitarlos. Después de tres meses, solo el yerno seguía con él, los demás se iban, no les gustaba. “¿Y qué es lo que quieren, pues? – cuestionó a dos de los muchos que contrataba. “Nosotros queremos ser diputados” – contestó uno de ellos. “Pues salú, porque aquí nuay de eso”, les dijo mientras los veía partir con sus mochilas al hombro.
A los once años, Raúl había dejado su hogar. Su madre había fallecido y su padre se había acompañado con otra señora, quien no lo toleraba. Tomó un bus hacia San Miguel. “Esa señora me trataba mal, mi papá no decía nada, así es que me fui, desde chiquito yo tenía mi carácter”, rememoraba. Meses atrás, había platicado por dos horas con un campesino que le había dicho “Cuando querás trabajo, allá en San Miguel me buscás”. Eso había hecho. Tomó un bus. Preguntando, preguntando, había dado con él. Así inició su vida laboral.
La curiosidad lo llevaba a aprender. Durante el conflicto armado, se enfiló durante un tiempo para dejarlo seis años después. “Yo estaba acostumbrado a comer bien en las fincas, pero ahí en el monte se pasaba hambre, por eso me salí”, relataba a todo aquel con quien entablaba conversación. Siempre recordaba con afecto una de las haciendas santanecas: “Allí había todo tipo de herramientas, buenos abonos y bastante de todo, buen patrón era don Jaime, se sembraba a gusto, pero todo eso acabó con la reforma agraria, todas raquíticas están ahora, las que quedan, porque muchas las han hecho colonias”. “Nuentiendo yo a los cipotes de hoy, no quieren trabajar, solo pasan pegados al celular, viendo tonterías y riéndose solos, diocuarde”, explicaba.
Esa noche en que los ruidos lo habían alertado, sacó su fusil. Asomando solo los ojos, observó cómo lograban abrir el portón, y tres sujetos atravesaban el jardín del kínder. Estaban armados con fusiles de alto calibre. Por la otra ventana, miró como entraban a la oficina del centro de estudios y sacaban dos computadoras y otros equipos. Luego, ingresaban a cada salón. Sintiendo que la sangre le hervía por el franco delito y el daño que causaría a sus patrones, preparó su arma. El miedo también llegó: si lo encontraban, era posible que lo mataran.
Apuntó y disparó varias veces. Hirió a uno. Los sujetos corrieron, subieron a la camioneta en que se transportaban y se alejaron con prisa. Al día siguiente, le avisaron que unos gendarmes lo buscaban. Se escondió. Tuvo que dejar de ir a trabajar. Días después fue advertido que había un juicio contra su persona por haber herido al ladrón.
El hambre se le quitó. El miedo y la ansiedad sostenidos propiciaron el aumento de cortisol y adrenalina, alterando las defensas de su cuerpo y dañando sus tejidos. La pérdida de peso corporal se hizo evidente.
“Esto ya me va pasar, estoy tomando unas vitaminas naturales bien buenas”, relataba. Algunos de sus oyentes intuían que era otra cosa más maligna. Estaban en lo cierto. Era cáncer de estómago. Seis meses duró después del diagnóstico. Para este momento, la sentencia judicial ya lo había exonerado de cargos, pero el daño ya estaba hecho. Falleció en su hogar rodeado de su señora, su hija y su yerno.
Esto fue hace diez años. Me sentía en deuda de escribir la historia de don Raúl. Cada vez que miro la hermosa hiedra que rodea parte de mi jardín, le doy gracias por su ayuda y todo el conocimiento que me brindó con sus anécdotas. Me gustaba escucharlo y aprender de sus vivencias.
Don Raúl reflejaba lo que era el pensamiento de una generación nacida antes de los 80, con una visión de la vida muy distinta a la actual. Con compromiso laboral. Esta generación ya envejece y se está yendo. Como dije en el primer artículo de esta serie, “es común idealizar generaciones pasadas como más trabajadoras y comprometidas. Sin embargo, es esencial reconocer que las condiciones sociales, económicas y culturales han cambiado significativamente”. Recordando a don Raúl, cierro esta serie de tres artículos sobre los jóvenes sin compromiso laboral. ¡Hasta la próxima!”.
Médica, Nutrióloga y Abogada

CONTENIDO DE ARCHIVO: