Bolas de cristal
La preocupación por vislumbrar qué nos depara el futuro es una constante histórica. A lo largo de los siglos, desde los augures romanos que al servicio del senado predecían el sino observando el vuelo de las aves y examinando las vísceras de animales sacrificados, hasta la enorme popularidad que tienen en Youtube los profetas de nuestros días, podríamos encontrar infinidad de modos de intentar saber qué pasará mañana.
En nuestros días (no podía ser de otro modo), las bolas de cristal tienen nombre tecnológico, y están apoyadas en algoritmos y estadísticas, big data y block chains que, en principio, no solo hacen el trabajo más eficiente y nuestra vida más fácil, sino también nos deparan un futuro más “seguro”… pues ahora -parece- se puede predecir, y se predice, adónde vamos (cultural y técnicamente hablando), cuánto falta para que lleguemos allí, y, por lo tanto, cómo deberíamos prepararnos y -más importante-, cómo debemos educar a nuestros hijos para que tengan éxito en sus vidas.
Al menos, así se pensaba hace unos veinticinco años, tal como Malcolm Gladwell predijo en su célebre libro “The Tipping Point” en el que situaba a la humanidad en un punto de inflexión cultural sin marcha atrás, merced a las maravillas de la tecnología en general y de la inteligencia artificial en particular.
Sin embargo, si en algo se parece la IA a la inteligencia natural es en que, tanto la segunda como la primera, son… impredecibles. Principalmente porque la inteligencia humana, al ser una capacidad con tantas posibilidades e incontables campos de acción, se convierte en algo muy difícil de embridar, y menos todavía cuando se pone la libertad en la ecuación. Y en esto, su pálido reflejo, la IA, no le va a la zaga.
Por eso, el mismo Gladwell respondía en febrero de este año en una entrevista, al preguntársele sobre qué depara el futuro para las nuevas generaciones: “lo más importante en el mundo en que vivimos ahora, donde no tenemos ni idea de cómo será un trabajo en 2030, es que la IA es un disruptor tan poderoso que intentar predecir cómo será una carrera en el futuro es casi inútil. Así que les diría a mis hijos que sigan lo que les apasiona y se tomen su tiempo. En la medida en que seas una buena persona que trabaje bien con los demás, probablemente habrá un lugar para ti. Pero no me preocuparía demasiado por tratar de adivinar el futuro, porque creo que nadie lo sabe”. Noche y día. Vaya contraste el que nos muestra este intelectual. Sin embargo, es una actitud que no sorprende tanto cuando se entiende que una de las cosas más sensatas que se puede hacer ante la avalancha de cambios a la que nos enfrentamos, es intentar de dejar de ser sensatos.
Hoy día lo mejor es intentar leer los signos de los tiempos desde la humildad y no desde la arrogancia del que cree saberlo todo, y, por lo mismo, comprender que las bolas de cristal hodiernas están un tanto empañadas, y sus predicciones -si se toman como lo que son, como conjeturas- ya no son más oráculos infalibles sino orientaciones que ayudan a que cada uno, desde la libertad y desde su honesta capacidad de análisis, intente atisbar por dónde caminar en la maraña de senderos que nos encontramos por delante en todos los campos del conocimiento.
A fin de cuentas, el consejo que Galdwell propone dar a los sus hijos: dedicarse a algo que realmente les apasione y que les lleve a trabajar y convivir con los demás, sin inquietarse demasiado por el propio futuro, funciona perfectamente para un mundo en el que la tecnología acelera las cosas de tal modo que, intentar seguir su paso sin más, no deja de ser en un serio riesgo de descarrilar.
Ingeniero /@carlosmayorare

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