1944: El año de los brazos alzados (I)
Recordar la Huelga de Brazos Caídos no es un acto de nostalgia: es un ejercicio de resistencia. Es reconocer que existen otras formas de hacer política desde abajo, con dignidad y creatividad. Es reafirmar que en la historia de este país también hay momentos luminosos, gestas cívicas, conquistas logradas sin violencia. Es decir, con orgullo y sin miedo, que la libertad también ha sido obra del pueblo.
La historia de El Salvador está cruzada por fechas que merecen perpetuarse en la memoria, no solo como episodios del pasado, sino como lecciones vivas que nos interpelan en el presente. Una de esas fechas es, sin dudarlo, la primavera de 1944: los meses de abril y mayo en los que una valiente fuerza ciudadana decidió enfrentar a la dictadura del general Maximiliano Hernández Martínez, dando lugar a ese episodio que hoy conocemos como la Huelga de Brazos Caídos. Aquel movimiento, pacífico y masivo, representa una de las gestas populares más importantes del siglo XX salvadoreño, y su recuerdo no debería ser relegado a los márgenes de la nueva “historia” oficial.
La dictadura de Martínez, instaurada tras el golpe militar de 1931, se sostuvo durante más de una década mediante el autoritarismo, el militarismo, la represión y la manipulación ideológica. Fue durante su gobierno que se perpetró la masacre de 1932, una de las más atroces del continente, y se impuso una política de control férreo sobre la vida nacional. Pero en 1944, en medio del clima internacional de la Segunda Guerra Mundial y los vientos de cambio que comenzaban a soplar en América Latina, el régimen encontró su límite en la organización popular.
Muchos personajes que participaron de alguna manera en aquella gesta han dedicado valiosas páginas para reflexionar sobre ella (me permito recomendar la lectura de “Relámpagos de libertad”, del coronel Mariano Castro Morán, y de “Legado de un revolucionario”, de Schafik Hándal, ambas muy ilustrativas). Todas las memorias coinciden en que la concertación de múltiples fuerzas sociales y políticas, en abril de aquel año, terminó de encender la mecha de la indignación colectiva. La represión de una manifestación estudiantil pacífica desató una ola de protestas que rápidamente se transformó en una huelga nacional. Comercios, fábricas, instituciones públicas y privadas cerraron sus puertas; los obreros, maestros, estudiantes y empleados públicos se replegaron en un acto de resistencia civil sin precedentes: cruzarse de brazos como símbolo de rebeldía.
Pero esta gesta no fue solo obra del anonimato colectivo. También hubo figuras destacadas del pensamiento, la literatura, el periodismo y el derecho que jugaron un rol crucial en articular la resistencia y darle forma a ese impulso cívico. Personajes tan diversos como el carismático doctor Arturo Romero, el periodista Napoleón Viera Altamirano, un joven Fabio Castillo Figueroa, las poetas Matilde Elena López y María Loucel, así como Oswaldo Escobar Velado, son solo algunos nombres que dejaron huella en aquella primavera. Desde las páginas de los periódicos, las aulas universitarias y los círculos intelectuales, contribuyeron a forjar una conciencia crítica que sirvió de base para imaginar un país distinto. Fueron brazos alzados desde la palabra, el análisis y el arte; brazos que acompañaron la fuerza silenciosa de los brazos caídos en las calles.
La importancia de recordar 1944 no radica solamente en el hecho de la renuncia de Martínez, sino en lo que simboliza ese movimiento en términos históricos y políticos. Fue una gesta protagonizada por el pueblo llano: por jóvenes que repartían volantes en bicicleta, por mujeres que tejían redes de apoyo, por obreros que arriesgaron su sustento, por maestros que decidieron educar en la libertad. Fue una insurrección de lo cotidiano, una muestra de cómo el poder cambia de manos cuando la gente pierde el miedo.
En un país donde la memoria histórica ha sido muchas veces mutilada, silenciada o manipulada, volver a 1944 es un ejercicio de conciencia. Nos permite ver que la democracia no es una dádiva, sino una conquista; que los regímenes autoritarios, por sólidos que parezcan, tienen fisuras cuando la gente se organiza y actúa desde la no violencia; que la dignidad es más fuerte que el miedo cuando es compartida.
Hoy, a más de ochenta años de aquella primavera, El Salvador vive nuevamente un tiempo de concentración de poder, militarización de la vida pública y discursos oficiales que exaltan el control absoluto como fórmula para el orden. La evocación de abril y mayo de 1944 adquiere, por tanto, una vigencia inquietante. No se trata de repetir el pasado, sino de aprender de él. De recordar que, en momentos de cierre institucional, la ciudadanía tiene en la organización, la memoria y la solidaridad sus herramientas más poderosas.
Recordar la Huelga de Brazos Caídos no es un acto de nostalgia: es un ejercicio de resistencia. Es reconocer que existen otras formas de hacer política desde abajo, con dignidad y creatividad. Es reafirmar que en la historia de este país también hay momentos luminosos, gestas cívicas, conquistas logradas sin violencia. Es decir, con orgullo y sin miedo, que la libertad también ha sido obra del pueblo.
Abril y mayo de 1944 nos recuerdan que hay silencios que dicen más que los gritos, y brazos cruzados que pesan más que las armas. Y que cuando la dignidad se organiza, ningún dictador es invencible.
Analista político.

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